La cacería

Crítica de Santiago Martínez Cartier - House Cinema

Mentiras verdaderas

La cacería trata sobre un cuarentón ario y simpaticón que vive en un pequeño pueblito de Dinamarca. Se acaba de divorciar, su hijo se fue a vivir con su exmujer y se quedó sin laburo, pero, como tiene cara de buen tipo sabemos que va a salir adelante. Usa anteojos, el jopo lacio para el costado, barba de un par de días, y tiene toda la pinta de ser el padre buena onda pero un poco conservador de un amigo del barrio. Se llama Lucas (pero imagínenselo pronunciado con acento nórdico para mayor efecto) y, como lo echaron del colegio donde laburaba, empezó a trabajar en un jardín de infantes, como una suerte de transición hasta reencontrar su camino en la vida. Es tan pero tan buen tipo que le cae bien a todos y hasta enamora a un par de mujeres, una de las cuales es una treintañera extranjera con la que pegará onda y comenzará a noviar. Pero claro, ahí comienza el problema. ¿Por qué? Bueno, porque otra de las enamoradas del bonachón de Lucas tiene menos de diez años y es una de las alumnitas del jardín de infantes.

Un buen día, como la niñilla está enamorada del hombre, decide decir una mentirita. Esta mentirita es que el bueno de Lucas le había mostrado su pene erecto en toda su lasciva exuberancia. La directora, claro, se lo cree. ¿Por qué? Porque “los niños no mienten”. Claro, bueno, entonces la directora llama a un psicólogo, la niña repite la mentira, el psicólogo se lo cree, la directora exagera y bla, bla, bla. La cosa es que el pueblo entero termina acusando al bueno de Lucas de pedofilia, lo echan del jardín, le abren una causa judicial, y le imputan aún más supuestas violaciones. ¡Bum! Todo al carajo. Chau laburo nuevo, chau noviecita nueva, chau chances de ver a su hijo. Hola posibles años de condena. Luego pasa algo muy curioso, porque la niña admite su mentira, pero su madre piensa (o quiere pensar) que su hija entró en estado de negación, entonces no le presta atención y el bueno de Lucas sigue públicamente marginado durante el resto del metraje.

Entonces la película comienza a trabajar esta idea que va a ser la que reine por el resto de la misma: lo frágil que es la percepción de la realidad. Cómo el statuos quo de una comunidad puede desmoronarse por la mentira de una infanta y todas las trágicas consecuencias que esto puede tener, con la vida arruinada del bueno de Lucas como la principal. Vinterberg parece querer decirnos que la superficialidad, los prejuicios y la paranoia no son problemas americanos, sino que son un mal del gen humano. En un pueblo donde no pasa nada y la gente se aburre, entonces, mejor que algo pase ¿no? Si no tenemos una guerra sobre nuestras cabezas o una economía bamboleante como para inculcarnos la paranoia, creemos nuestros propios problemas. Ya fue: pedofilia en el barrio. Pongámosle onda a Dinamarca con un poco de quilombo globalizado.

¿Por dónde iba? Ah, sí, bueno. Al bueno de Lucas, como no había pruebas suficientes, lo sueltan después de haberlo metido en cana unos días, pero, vaya sorpresa, sigue siendo un marginado ya que el pueblo sigue creyendo que es un pedófilo. ¿Por qué sagaz argumento creerían esto? Ah, claro, porque “los niños no mienten”. No lo dejan hacer las compras (de hecho le propinan unos golpes), su mejor amigo lo desconoce, le rompen una ventana de un piedrazo y hasta le matan al pobre perro. Qué bajón. Pero no todo está perdido, porque en un momento epifánico en la iglesia durante la misa de Nochebuena, con un coro de niñas cantando villancicos, el padre de la niña mentirosa (que además era el mejor amigo del bueno de Lucas), se da cuenta de la inocencia del buen hombre mirándolo a los ojos. Sí, y lo perdona, o más bien le pide perdón y le lleva un poco de morfi y una birra para pasar la Navidad.

Lo positivo es que aparentemente el padre finalmente entendió que la premisa “los niños no mienten” es cuasi surrealista, y que los nenes tienden a decir cosas que no son ciertas por el simple hecho de que su realidad es más maleable que la de los adultos. ¿O no es así? Ah, claro, la de los adultos es igual de maleable porque su mundo se derrumbó frente a las palabras de una niña de diez años, alterando así la realidad de una pequeña comunidad. ¿Y por qué? Porque “los niños no mienten”.