La Boya

Crítica de Mónica Gervasoni - Cinéfilo Serial

“La Boya” alude a una baliza que flota en el agua mientras está sujeta al fondo que se usa, también, a modo de señal. Tal es el punto de partida para la lograda metáfora que elige Fernando Spiner para dar nombre a su film y contar sus historias.

Con este documental autobiográfico a punto de estrenar, su director muestra a lo largo de las estaciones del año, el camino hacia el mar. Ese mar de Villa Gesell, que durante años lo viera nadando hasta su adolescencia con su mejor amigo, compartiendo un ritual: nadar, mar adentro, hasta la boya más cercana. Una historia de hombres que se mezclan entre pantallazos de tradiciones de los poetas y artistas que le escribieron al mar. Spiner, también director de “La sonámbula”, “Adiós querida luna”, “Aballay”, “El hombre sin miedo”, retrata en esta cinta el espíritu del pueblo del que se fue y al que luego retorna con esta película.

Con un tempo poético y con imágenes visuales contundentes, cuenta la vida de su amigo, reconocido poeta y periodista del lugar Aníbal Saldivar. Y sale del arquetipo de aquel que se va y triunfa versus el que se queda y no lo consigue. Acá los dos lo han logrado.

Rodada a lo largo de la sucesión de estaciones otoño, invierno, primavera, verano, sus planos y la adecuada luz en su fotografía apoyan al guión que, con el mar siempre presente, recrea, como metáfora, la vida de los dos amigos y el ritual que los uniera desde la infancia: nadar en el mar hasta alcanzar una boya. Abriéndose paso entre la relación de Aníbal, la poesía y el mar, emerge algo aún más personal. El encargue del padre de Fernando, antes de morir, a su gran amigo Aníbal. Soltar al mar una boya antigua ¿por qué? Es el enigma que al final del film el espectador comprenderá.

Fernando se vale de una pequeña road movie, en el que la voz en off acompaña la sucesión de bellas imágenes, con un ritmo cansino más asociado al recuerdo y atravesado por poemas significativos, para enmarcar la esencia de su historia.

El guión de escritura compartida entre Fernando Spiner, Aníbal Saldivar y Pablo De Santis, aparece como una experiencia similar a la de nadar. La historia fluye, se deja llevar, como si se estuviera haciendo la plancha y por momentos tiene el vigor que implica el ímpetu de cada brazada y el de tomar suficiente aire hasta la próxima.

Al principio la voz en off se encarga de avisar que Aníbal encarna la vida que el director no tuvo como un espejo que refleja la vida de ambos hombres.

Con un enfoque particular y distintivo, Spiner logra una mirada original sobre la potencia del mar. La mayor parte de las secuencias, cuando los dos amigos nadan, están filmadas con una cámara subjetiva que da la sensación de que el espectador está nadando con ellos. Incluso en una de las escenas finales en medio de un mar embravecido con una tormenta, casi épica, de fondo. Siempre bajo la mirada atenta de los guardavidas. Esa cámara ayudó al guión a mostrar la idea de profundidad tan inabarcable que solo el mar puede dar.

No es un documental para ansiosos. Es un documental para degustar, de a poco, como un buen vino. Es un documental para poetas, para los amantes de la poesía o para los fanáticos del mar, calmo o bravío, como la vida misma.