La ballena va llena

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Los inmigrantes como una obra de arte

La propuesta del colectivo artístico Estrella del Oriente se traduce en un film que es una invitación a dejarse llevar por el juego y el delirio controlado: un grupo de artistas que busca saltar las fronteras construyendo una ballena-transatlántico.

No hay forma de no ver, en La ballena va llena, la continuación de una saga iniciada con la extraordinaria Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, que hace siete años tuvo menos repercusión de la que merecía. Allí, Daniel Santoro, maestro del arte argentino contemporáneo, se proponía reconstruir a escala el Pulqui, avión peronista de los ’50. Aquí Santoro no mira ya hacia atrás, pero vuelve a intentar fabricar un artefacto que materialice sueños. Sueños imposibles, claro, qué gracia tendrían si no. Santoro integra desde 2009 el colectivo artístico Estrella del Oriente, que completan el cineasta Marcelo Céspedes, los artistas plásticos Pedro Roth y Juan Carlos Capurro, un insospechado Tata Cedrón y, hasta su fallecimiento, el legendario musicólogo Nano Herrera. En lugar de avión hay ahora un barco, a construirse en escala 1 a 1, con la misión de “meter” en Europa y EE.UU. miles de inmigrantes. Inmigrantes que bajen a puerto convertidos en obra de arte.

El razonamiento es sencillo y Capurro lo formula en cámara: los países ricos aceptan inmigrantes a regañadientes, pero no tienen reparos al auspiciar proyectos artísticos. La revista digital estrelladeloriente.com había desarrollado la idea de un barco que, dado el carácter mítico del más grande mamífero, tendrá forma de ballena. Con las dimensiones de un transatlántico, La Ballena llevará en su vientre millares de pasajeros en busca de una vida mejor, “levantados” desde las provincias argentinas hasta las zonas más pobres de Asia y Africa. Ingresan como personas, salen convertidos en obra de arte. ¿Cómo? Atravesando una “zona de pasaje” en la parte superior, entendiendo pasaje no en sentido turístico, sino mítico-hermético. Para poder “ser” arte, esa zona será una reproducción agigantada del Mingitorio de Duchamp. Primera ocasión en la historia en que lo meramente utilitario cobró dimensión artística. Allí se celebrará un ritual, del que los desheredados de la tierra saldrán hechos obra.

Basta que aparezca una beca ofrecida por la fundación española Botín (créase o no, existe) para que estos quijotes levanten el teléfono y gestionen una subvención para el proyecto. ¿Costo estimado? Trescientos millones de euros. Trescientos millones se llamaba una obra de teatro de Roberto Arlt y hay algo o mucho de arltiano en estos conspiradores nacional-duchampianos, en busca de fabricar sus propias medias antirrasguido. Como en Pulqui, todo es un juego y de allí que, al tiempo que inventa un nuevo género (la performance fílmica-artística en forma de largometraje), La ballena sea la comedia más inteligente y desternillante que el cine argentino haya dado después del inmenso Carlos Schlieper (1902/1957). Inteligente, porque se sabe política. Desternillante, porque el juego secuestra en su delirio controlado al espectador, convirtiéndolo en séptimo a la mesa en las reuniones que un grupo de conjurados celebra en el Café Lorea.

En esas reuniones lo disparatado se toma tan en serio que Céspedes, único capaz de filmarlas, “abandona” el proyecto en cámara, por considerar que sus compañeros de mesa vuelan en medio de una nube de... citas que van de Kafka a Sófocles y de Sófocles a Paolo Conte, Baruch Spinoza, Hegel y, cómo no, Marx, arman una red de sentidos cuyo tejido queda en manos del espectador. De allí el carácter de obra maestra, que jamás presume de tal y se entrega a un humor keatoniano, hierático y dadaísta. No por nada La ballena... se cierra con el Tata cantando una conmovedora, hondísima versión de “Lejos”, que lleva letra del extrañadísimo Federico Peralta Ramos, Gran Maestre de la Orden del Dadaísmo Criollo.