Juana a los 12

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Todos contra Juana

Estrenada el año pasado en el Bafici, esta ópera prima de Martín Shanly es un prodigio de sencillez y elocuencia. También de originalidad: no son muchas las películas del cine argentino que han explorado la vida cotidiana de los alumnos cuyos padres eligen la educación privada, ese lugar apresuradamente idealizado que suele reflejar con más claridad las aspiraciones de los adultos que las de los chicos. Juana es una alumna díscola e intrigante de una escuela bilingüe de gente de clase acomodada. El espacio para correrse de las pautas establecidas es ahí muy reducido.

Shanly configura ese universo asfixiante en el que se mueve la protagonista, muy similar al que aprisiona al torturado Antoine Doinel de Los 400 golpes, el clásico de Trufaut, hilvanando escenas que duran exactamente lo que deben durar para no perder eficacia. Pero además tiene imaginación y sentido del humor para contar lo que necesita sin recurrir a las obviedades ni ser burdamente explícito. Un buen ejemplo es la escena en la que la mamá de Juana pinta unos vistosos pájaros para decorar unos platos de porcelana que a la jovencita le parecen "demasiado lindos". Juana objeta esa belleza inalterable, la cuestiona y obtiene una respuesta reveladora: "Los copié de un libro, tienen que ser iguales, tienen que ser así". La discusión queda rápidamente saldada porque la madre ni siquiera considera la posibilidad de mudar alguna de sus arquetípicas convicciones, por más banales y retóricas que sean. Todo lo que pasa en el universo que rodea a Juana es de algún modo una reproducción a escala mayor de esa situación: un entorno que no la interpreta, que no dialoga demasiado con ella, sino lo hace en sus propios términos y que no parece dispuesto a ceder casi nunca. Perceptiva, Juana toma nota de esa hostilidad y se rebela a su manera: no presta atención en clase, tiene dificultades con el inglés y trama una inocente venganza contra dos compañeras que la marginan de manera ostensible simplemente por no parecerse a los demás.

En ese contexto donde todos parecen asociados para excluirla, la figura del padre brilla por su ausencia y la mamá simula escucharla, pero termina delegando en los curiosos métodos de la psicopedagogía un problema del que insólitamente no sospecha ser parte. Shanly sabe cómo descubrir el encanto de su atribulada heroína: cuando la muestra divirtiéndose durante un examen médico que exige solemnidad y rigidez o transformándola en una tierna vampiresa que se obstina en participar de una fiesta de disfraces a la cual hicieron todo lo posible por no invitarla. Y si se habla de descubrimientos hay que destacar el de Rosario Shanly, hermana de este director que también viene desarrollando su carrera como actor en la escena del teatro independiente porteño: ella es el eje alrededor del cual gira la historia y se hace cargo con una solvencia que asombra. Apañada por un elenco que también incluye a María Passo, la verdadera mamá de los Shanly -otro gran acierto, a la luz de los resultados-, y a un par de actrices notables -Mónica Raiola y María Inés Sancerni, perfectas en sus intervenciones-, Rosario brilla con luz propia, consigue eso que pasa de vez en cuando con los personajes del cine que quedan grabados en la memoria: que deseemos saber cómo siguió su vida después de haberla acompañado apenas por un rato.