Joy: el nombre del éxito

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Woman's picture

El grotesco reciente de David O. Russell puede dar dos películas desparejas y más bien pobres como El luchador y Escándalo americano, o dos buenas como El lado luminoso de la vida y Joy: El nombre del éxito. La diferencia entre unas y otras es simple: en las primeras, el director fabrica mundos recargados y convierte a sus personajes en objeto de burla; en las segundas, los acompaña y construye la comicidad en torno a ellos. En Joy, Russell exhibe un pulso sin precedentes en el manejo del montaje: el comienzo, donde se describe velozmente la vida cotidiana de la protagonista y de los que la rodean, tiene una fluidez casi musical, como si cada personaje que aparece en escena fuera un instrumento que el director toca en el momento justo.La sobreabundancia habitual de su cine encuentra un eco perfecto en el motivo de la telenovela, de la que la película parece tomar cierta licencia para el exceso y, también, la figura de la mujer fuerte que pelea sola en un mundo de hombres. El relato avanza sin deberle nada a ninguna clase de verosímil. Diálogos imposibles y una estilización evidente en el tratamiento arrojan por tierra cualquier posible orden genérico: esto no es un melodrama, una comedia, ni siquiera una película de ascenso, sino la historia más o menos libre de una ama de casa con espíritu de emprendedora. El de Jennifer Lawrence tal vez sea su mejor papel hasta la fecha: eficiente, indómita, impulsiva, su madre-soltera-inventora es dueña de una fortaleza como pocas, sin nada que envidiarle a las heroínas del melodrama clásico. Russell sabe que tiene un prodigio en sus manos: el director la sigue con su cámara como embelesado con la gracia de sus movimientos ágiles y económicos, propios de alguien que mantiene a flote la casa y hasta la familia sin perder nada de su sensualidad. Al igual que Russell Crowe, Lawrence también aprovecha sus cachetes: hay que verla seria, concentrada, o también contenta, las pocas veces que se ríe; los ojos casi achinados, la boca y sus gestos parecen apoyar y asegurar su funcionamiento en los cachete que organizan sus facciones. Su performance, al igual que la de sus compañeros, depende de un arte muy delicado consistente en exagerar el tono pero sin llegar a la parodia (salvo tal vez por el ejecutivo de Bradley Cooper, que se presta más al ridículo), como si todo fuera una especie de recreación camp del registro descarnado del melodrama. Lo extraño es que, con esos materiales tan particulares, y desdeñando cualquier clase de realismo psicológico, el director consigue que nos importe el destino de sus personajes, que nos involucremos en su empresa, como si cada éxito y caída suyos fueran los nuestros. Hay en ese tono incierto algo de resbaladizo, del orden de lo sinuoso que a esta altura seguramente sea la zona más interesante de las películas de David O. Russell.