Joven y bella

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Identidad, sexo y otra hermosa muchacha en plena búsqueda.

François Ozon es un realizador prolífico, desparejo y liviano. Su registro frío y lejano muchas veces suena presuntuoso. Es un producto casi industrial de un costumbrismo francés que adopta una mirada más distante que profunda. Isabelle festeja sus 17 años debutando en sexo. Y a partir de allí, pese a que esa novedad no le deparó placer, decidirá prostituirse. Porque sí. No hay razones. Ozon no da pistas, aunque el poema de Rimbaud y las cuatro canciones de Francois Hardy echan algo de luz sobre búsquedas y rebeldías. Esta nueva “Belle de jour” ahorra explicaciones. Estudia en la Sorbona, tiene una madre que le puede dar los gustos, un hermano mirón y un padrastro gentil. Pero se prostituye. No goza ni sufre. Nada duele ni molesta. Perturba más su indiferencia que sus revolcones. Vive su doble vida con una actitud más desafiante que envilecedora. Se alquila y no se entrega. Y cuando el juego se descubre, tampoco habrá en ella ni arrepentimiento ni vergüenza ni culpa. Isabelle aceptará la nueva situación con la misma tranquilidad con que asumía sus citas. Vuelve a la normalidad, prueba con un novio, trata de rehacerse, pero la escena final parece adelantarnos que sólo en el desafío, la provocación y el riesgo, podrá encontrar identidad y propósitos. La mirada fría y lejana de Ozon nos dice que no hay que sermonear ni sorprenderse, que todo es natural, que puede pasar y pasa. “Joven y bella” nos trae otra historia con una hermosa muchacha que explora el despertar sexual buscando algo más. El film muestra una subtrama que se desvanece (la supuesta infidelidad de su madre), un cuadro familiar poco creíble (cada vez que se abre una puerta alguien se está masturbando o anda cerca) y además ese tono excesivamente discreto, superficial de un Ozon que no quiere inquietar sino que escandalizar un poco.