Jobs

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Mezcla de genio y Mesías insoportable

Suerte de creador renacentista, rebelde antisistema, romántico incurable, trepador de temer, duro negociador, vendedor astuto, showman y megalómano peligroso, el Jobs de Jobs no es un santo, sino un inventor visionario, lleno de claroscuros.

La primera escena de Jobs hace temer lo peor. En varios sentidos. Una de las preguntas básicas del espectador ante el biopic de un personaje conocido (“¿Estará parecido el actor?”) está resuelta para el traste. Al eludirse de modo ostensible mostrar el rostro del actor, no una sino dos o tres veces, se genera una expectativa de película de monstruos: ¿qué pasa con ese rostro que no lo muestran? Lo curioso es que no pasa nada que sea necesario ocultar o disimular, porque Ashton Kutcher está razonablemente parecido a Steve Jobs. Pero ése está lejos de ser el principal problema de esa escena. El principal es el sentido que se le da, el punto de vista sobre el personaje. Un sobreimpreso informa que es el año 2001. Ante un auditorio expectante, Jobs anuncia un invento que no sólo revolucionará la vida cotidiana, sino que además “tocará el corazón humano”. Y lo que presenta es un simple aparatito: el primer modelo de iPod. Aparatito que, como sabemos, permite grabar y almacenar un montón de música. Nada más que eso.

Sin embargo, y eso es lo preocupante, el auditorio responde como si el hombre acabara de anunciar la cura definitiva contra el cáncer. La música rompe en un sinfonismo grandilocuente y emocional, saludándolo como al descubridor de la vida eterna. Ante semejantes bombos y platillos, el espectador se prepara para presenciar, de allí en más, la más ramplona glorificación del personaje. Sin embargo y por suerte, no es eso lo que sucede en las restantes dos horas. Con guión escrito por el debutante Matt Whiteley y dirección de Joshua Michael Stern (cuya interesante Swing Vote fue aquí directo a DVD), Jobs no es la vida de un santo, sino la de un inventor visionario, lleno de claroscuros.

El Jobs de Jobs es un personaje (o mito) típicamente (norte)americano. Suerte de creador renacentista, loner, entrepreneur, rebelde antisistema, romántico incurable, “trepa” de temer, duro negociador, vendedor astuto, showman, genio del marketing y megalómano. Un verdadero hijo de puta, además. Capaz de pegarle a su mujer embarazada o pisar la cabeza de cada uno de sus amigos, con tal de llegar hasta ese destino manifiesto de la tecnología del futuro, al que se considera dirigido. Lo interesante de Jobs es que ese conglomerado salvajemente contradictorio no se experimenta como previamente armado en el guión, sino que se va desplegando, haciendo y deshaciéndose a ojos del espectador, nunca seguro de saber del todo who the fuck es Steve Jobs. Lo contrario del biopic tradicional, que siempre cree tener el conocimiento total del biografiado, presentándolo mediante una esquemática alternancia de luminosas virtudes públicas y aberrantes vicios privados.

Yendo de unos años ’70 de campus, ácido y summer of love –en tiempos en que el inventor de Apple era un estudiante veinteañero– hasta la tecnoactualidad comunicacional, Jobs es también la biografía de tres o cuatro décadas tan cambiantes como su protagonista. De barba y pelo largo, el joven Steve pasa de viajar a la India en busca de alguna iluminación a tenerla, mientras trabaja como técnico en Atari: diseña su primer salto adelante, que también puede ser visto como una pelotudez. Se trata del clásico jueguito del ping pong electrónico, que su jefe recibe boquiabierto. “Este tipo es un genio”, nos dice esa escena. Pero también: “Este tipo sabe que es un genio... y ése es su problema”. El problema con sus compañeros, que no lo soportan.

De allí en más, Jobs no dejará de comportarse de acuerdo con ese patrón, creando Apple en el garaje de la casa de sus padres adoptivos (variante computacional del rock de garage) junto a un grupo de amigos. Amigos a los que llegado el momento les bajará el pulgar, sin que le tiemble la mano. Se irá de Apple porque parecería que a este visionario toda empresa le queda chica, por gigantesca que sea, y volverá más tarde como salvador, organizando un golpe de Estado contra el tipo que lo trae. De allí en más, camino expedito para la plena invención. En el camino, claro, el sueño o la sanata de poner la computación poco menos que en manos del pueblo, la realidad de que Apple siempre fue demasiado cara y sofisticada aun para la clase media, y el carácter irrevocablemente quimérico de un tipo cuyo modo de caminar, medio encorvado hacia delante, hace pensar como posible borderline.

Pero Ashton Kutcher, que está absolutamente brillante, no compone a Mr. Jobs como freak, sino como una mezcla de genio individualista, Mesías insoportable, maquinador visceral, motivador nato y Moisés de jeans y zapatillas, capaz de llevar a quienes se animen a seguirlo a la Tierra Prometida del futuro. O sea: el presente. Más bien uno de todos los presentes, que nunca es uno sino muchos. Un presente que nos tiene pegados a la Mac, el iPhone, el iPod, los iTunes y todas las autopistas informáticas cuyo peaje nuestro bolsillo nos permita atravesar.