Igualita a mi

Crítica de A. Degrossi - Cine & Medios

Un canto a la mediocridad

Freddy (Adrián Suar) tiene 41 años, se mantiene muy bien, vive la vida loca, de noche a noche y de boliche en boliche. Prueba de su buen estado físico, y del chamuyo intacto, es que todas las noches se lleva a la niña más linda, de la mitad de su edad. Trabaja para la empresa familiar, un par de horas por día, convencido de que eso y su labia es suficiente para organizar el negocio. Además, junto a su hermano, está en un proyecto inmmobiliario que le exige la utilización de su carisma al máximo.
Mal no le va a Freddy. Hasta que por obra y gracia de los guionistas perezosos se le aparece en un boliche, en plena ciudad de Buenos Aires, una chica llamada Aylin (Florencia Bertotti)proveniente de El Bolsón que anda buscando a su padre. La chica en cuestión tiene 23 años y dificilmente esté buscando a alguien de las características físicas de Freddy, que no aparenta la edad que tiene. Pero el cine es así, y ella arremete con su decisión de invitarlo a hacerse un ADN.
Esta película no guarda ningún secreto para el espectador, ya que desde su promoción se sabe que efectivamente Freddy no sólo es el padre de la chica, sino que esta además está embarazada. Es decir, el hombre pasará a ser padre y abuelo.
Lo peor que le espera a Freddy no es eso, sino su entorno; que le grita que debe cambiar su vida, asumir sus canas, dejarse de joder. Y Freddy baja la cabeza y se deja llevar por aquellos que miran el documento antes que a sí mismos.
Adrián Suar actúa consciente de sus limitaciones y su mérito está en sacar provecho de ellas, el papel está hecho a su medida y encuentra en Bertotti a una buena partenaire. Claudia Fontán, por su parte, interpreta a una peluquera colorista que repite los modos que la actriz ya desplegó hartamente en televisión.
Filmada sin riesgo alguno, de fotografía neutra, casi publicitaria, con un guión pensado para agradar al medio pelo, esta película se pasa de rosca y queda atrasada al tiempo en que se vive. Un Suar exageradamente encanecido sobre el final es la muestra más clara del peor mensaje empaquetado en el filme: El de ser prisionero de la mirada de los otros, en lugar de hacerse cargo del sentir de uno mismo.