Ida

Crítica de Gustavo Provitina - La cueva de Chauvet

El viaje de Ida

Ida, la obra maestra del director polaco Pawel Palikowski, articula dos grandes temas que resumen la inquietud de la posguerra: la memoria y el miedo a la libertad.

Dividida en dos partes claramente delimitadas por la bisagra de la muerte, el film narra el viaje de Ida, novicia de un convento que está a punto de hacer los votos medievales de castidad, pobreza y obediencia, en compañía de su tía, Wanda Gruz, en búsqueda de los restos de sus padres asesinados durante los años de la ocupación nazi de Polonia.

La estructura narrativa de Ida pertenece a lo que Roland Barthes analizaba desde el eje de la comunicabilidad: el sujeto de la acción, en este caso Ida, asume un mandato, una tarea que un destinador le ha encomendado. Ida deberá viajar a Piaski, una población rural, para averiguar el sitio donde fueron enterrados sus padres: Roza y Haim Libenstein, asesinados durante la guerra. Primera sorpresa: la monjita católica es de origen judío. Wanda Gruz, su tía, le advierte los peligros a los que se enfrenta: ¿Qué pasa si descubres allí que Dios no existe? Ante la mirada perpleja de su sobrina, finalmente Wanda se permite una ironía: Dios está en todas partes, lo sé. La ironía -además de enfatizar que Dios también estuvo en el lugar de la matanza de los Libenstein- inaugura el combate entre el cuerpo y el espíritu librado entre estas dos mujeres. El cuerpo de Ida es un cuerpo de clausura, hasta el cabello lleva cubierto, sus hábitos anulan la posibilidad de ceder a la tentación; el cuerpo de Wanda, en cambio, está abierto al exceso de tres grandes placeres: el tabaco, el alcohol y el sexo (voracidad que pretende, vanamente, taponar el vacío). La película de Palikowski trata sobre el cuerpo sometido a dos campos de tensiones: la memoria y la libertad. Dos núcleos se anudan en la primera parte del filme: la búsqueda de Szimon Skika, el asesino de los Libenstein que usurpó la vivienda familiar luego de explotar, hasta los límites de la tragedia, la farsa de mantenerlos a salvo de la cacería nazi; y el despertar del deseo de Ida al conocer, en la carretera, a un joven saxofonista de una banda de jazz que se hospedará en el mismo hotel que ella.

El primero de esos núcleos debe analizarse tomando en cuenta el contexto de la posguerra. Esos años, como es sabido, fueron atravesados por la urgencia de ajustar cuentas con la memoria. Y la memoria, es un mandato cuya voz está en la sangre. Wanda, conoce bien ese oficio aprendido durante los años en que se desempeñó como fiscal del Estado y tuvo a su cargo el juicio a los criminales de guerra, a los que envió al patíbulo acusados de ser “enemigos del pueblo”. Sin embargo, el interrogatorio de Wanda al hijo de Szimon revela más su temple que su pericia. Palikowski, en esta escena, decidió dejar fuera del campo visual al acusado para extraer de su cuerpo sólo la voz. El testimonio no sirve más que para afirmar que este hombre lacónico, áspero y pletórico de odio, vive a la sombra de su fervor antisemita. Cuando, finalmente, Ida y Wanda se enfrenten a Skika, ya moribundo, el viejo confirmará que conoció a los Libenstein y se limitará a decir -¿cínico descargo de una conciencia en trance de agonía?- que eran buena gente. Agregará sin pudor: Los escondí en el bosque. Les daba de comer… ¡Y luego los mató! replicará Wanda enfurecida. Frente a la pregunta: ¿cómo hizo para matarlos?, Szimon guardará silencio. Su hijo será quien, a cambio de que dejen a su padre morir en paz y no le reclamen la propiedad usurpada, entregará los restos de los Libenstein y disipará las dudas de Ida. Encerrado en el hoyo que ha cavado para desenterrar los residuos óseos -tumba precaria donde confiesa el mayor de sus pecados, cediendo al mesurado clamor de Ida- recordamos una frase de Albert Camus: un hombre al que no se puede persuadir es un hombre que da miedo. La frialdad con que este aldeano tosco y primitivo se abre a esa sórdida confesión exhumada entre las raíces pútridas del pozo, nos produce pavura: No lo hizo mi padre. Yo los maté, declara. Y admite haber matado al niño -hermano de Ida- no sin antes aclarar que estaba circuncidado. Ida salvó su vida de puro milagro: no había modo de comprobar que era judía. El plano general en el que Ida saca su valija del baúl para poner en su lugar los huesos de su familia, resume la tensión total de ese capítulo. El pasado desaloja al presente y el baúl se convierte en tumba.

El segundo núcleo de la película pone en tensión la libertad. Ya hemos mencionado el violento contraste entre Ida y Wanda. A ese Jesús tuyo le gustaba la gente como yo, murmura la tía refiriéndose al episodio bíblico de María Magdalena. Ida se dejará vencer por la atracción y bajará hasta esa versión elegante del infierno donde la música se mezcla con la seducción, el alcohol, los cuerpos desatados en la pista de baile. La aparición del saxofonista andariego cautivó la atención de Ida. Una melodía le tocó la fibra más sensible del corazón: Naima de John Coltrane. Palikowski no eligió al azar la obra, Naima era el nombre adoptado por Juanita Grubbs, el gran amor de Coltrane, al abrazar la religión musulmana. La relación de Ida con el saxofonista quedará en suspenso hasta su resolución en la segunda parte del film.

Una vez sepultados los restos de los Libenstein en unas parcelas que la familia poseía en el cementerio de Lublin, se abre el segundo capítulo de la película. Ida vuelve al convento con la sensación de haberse perdido algo de esa vida ruidosa que conoció, y Wanda retorna a las certezas de su existencia burda. Una vez restituida la memoria de los muertos, la fuerza de atracción de la tragedia es más fuerte que los lazos que la atan a la vida. La misión cumplida acelera la sensación del vacío y, finalmente, luego de comprobar que ya nada la conmueve, Wanda elegirá su muerte no sin antes escuchar la Sinfonía Júpiter de Mozart. La música que antes estaba unida a la vida (el baile, la seducción, la embriaguez del jazz) ahora expresa el marco sensible del salto al vacío, se mezcla con la muerte. Otra vez la muerte -en este caso de Wanda- motivará una nueva salida del convento. Ida deberá, esta vez, hacer lugar a un nuevo mandato para sellar esa partida: el viaje hacia el cuerpo propio (en oposición al anterior, marcado por la búsqueda de los cuerpos ajenos). Los tacos, el vestido escotado que antes había despreciado, el cigarrillo, el alcohol y la iniciación sexual regirán las coordenadas de ese itinerario. Ida presta su cuerpo para que Wanda siga viviendo, de algún modo, en esa violenta expurgación de las pasiones que había marcado su vida. Naima, otra vez, el saxo y el sexo unidos en el mismo trazo y el proyecto vagamente esbozado por su improvisado amante: una vida estable, la casa, los hijos, la unión familiar. Ida se animó a dar el salto que tanto reclamaba su tía solamente para comprobar que su primera elección no había sido equívoca. La experiencia vivida reafirma su vocación religiosa. El plano final -¿que otra cosa podía ser que un escrupuloso travelling, tratándose de una película de viajes?- es el peregrinar de Ida con su valija y su atuendo religioso hacia la única libertad posible para ella: la fe cristiana.

Naima ha dado paso a Ich ruf zu dir, Herr Jesus Christ; Coltrane se funde en Bach.

La memoria -tristemente revelada- lejos de ser una derrota, termina siendo un largo camino hacia la libertad.