Ida

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con más asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en el de Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era un bebé, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única pariente viva de Anna y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba. Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y sobre todo Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky le otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo. Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guera Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas su fortaleza, un corazón que late intensamente.ß

Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era una beba, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única parienta viva de Anna, y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista, motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba.

Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y, sobre todo, Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky les otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo.

Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guerra Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas, su fortaleza, un corazón que late intensamente.