Historias cruzadas

Crítica de Laura Dal Poggetto - Función Agotada

La revolución desde casa

Ubicada en Jackson, Mississippi (el epítome del sur nortamericano) a principios de los '60, Historias Cruzadas cuenta la historia de Skeeter (Emma Stone), una incipiente periodista de veintitantos que decide dar a conocer el punto de vista de las mucamas afroamericanas que crían desde bebés a los hijos de las familias de clase media alta de su ciudad, grupo socio económico al que ella pertenece.

Las historias cruzadas que se referencian en la traducción muy libre del título original (The Help, la forma en que los patrones suelen referirse a la "ayuda" doméstica brindada por mucamas y mayordomos, como si no fueran sus empleados, si no gente que espontáneamente los ayuda) son las que surgen a partir de que Skeeter le da voz a un grupo de mujeres que fueron educadas para guardar silencio y obedecer al empleador de turno. Son silenciadas en su ámbito laboral y en su vida personal, por ser afroamericanas y mujeres a mediados del siglo XX en uno de los ambientes culturales más conservadores de los Estados Unidos. También son las historias de sus patronas, mujeres blancas criadas para ser esposas, amas de sus casas y tratar a sus empleados como si fueran otro grupo digno de sus cenas de caridad (siempre y cuando no se les rebelen). Es además la historia de Skeeter, que se rehúsa a ser como sus ex compañeras de colegio, interesadas en casarse bien, parir bebés y dejarlos al cuidado de "la ayuda" mientras juegan al bridge con sus amigas.

Skeeter se va a asociar a Aibileen (Viola Davis), la mucama de una de sus ex compañeras de colegio que carga con tragedias pasadas y que por toda su resignación y lo que calla en su empleo, al mismo tiempo le enseña de autoestima y dignidad propia a la bebé de su patrona. A ellas se le suma Minny, interpretada por Octavia Spencer, que pese a tener su propia cuota de desgracias personales, hace las veces de comic relief a fuerza de comentarios sarcásticos, ojos saltones y vendettas personales contra su empleadora, Hilly (Bryce Dallas Howard), una villana de suburbio clásica: sonrisas para la vida pública y despotismo puertas adentro, incluso para con su madre, papel a cargo de Sissy Spacek.

Que Hilly -que en definitiva no es más que una tilinga consentida- sea la mayor amenaza para este grupo de mujeres nos da una pauta de la visión de la película (y la novela original) sobre el conflicto de base que se plantea en cuanto al reclamo de los mismos derechos para la comunidad afroamericana. Su propuesta de construir un baño separado dentro de las casas de los blancos para la servidumbre negra va a ser el disparador de la revolución doméstica de Skeeter, Aibileen y Minny, que forman su propio club de historias en oposición al exclusivísimo club de cartas de las mujeres ricas y blancas.

Pero en las reuniones de bridge no participa cualquier mujer blanca o rica, como le ocurre a la desplazada Celia, una Marilyn en un mundo de Jackies (porque aparentemente así era la cosa en los 60, como en un episodio de la serie Mad Men donde se proponía una publicidad de corpiños que invitara a las mujeres a decidir si eran como Marylin Monroe o como Jackie Kennedy) que intenta encajar pese al rechazo de Hilly y sus secuaces, y está a cargo de una Jessica Chastain que roba pantalla a puro carisma y esmalte de uñas rojo demasiado descarado para las doñas suburbanas.

La película co-escrita y dirigida por Tate Taylor no intenta casi salir de este registro de enfrentamientos entre modelos de mujeres, y casi tan ausente como los hombres (los maridos afroamericanos son gritos fuera de campo y moretones y los maridos blancos son muñecos de torta sin voz ni voto dentro de la casa, que sólo sirven para justificar la postura de Skeeter de para qué es necesario casarse cuando le toca uno de esos engominados como interés amoroso) está toda la violencia y persecución que debieron sufrir los activistas de los derechos civiles. No es casualidad que la "realidad" entre por primera vez en la película desde otra pantalla, la de la TV, al anunciarse el asesinato de Martin Luther King, el principal líder del movimiento, seguida por una escena donde Aibileen escapa a las razzias en su barrio.

Pero ése el es único atisbo que vemos de ese Mississippi en pantalla, el mismo al cual Nina Simone le compuso una canción llamada “Mississippi Goddam”, cuya línea más famosa decía algo así como “Alabama me desconsuela, Tennessee me hace perder el sueño, y todos saben sobre Mississippi, carajo” (acá me tomé la libertad de traducirla a Nina, perdón por la herejía).

El Mississippi de Tate Taylor y Kathryn Sotckett (autora de la novela y amiga del director) es uno soleadamente tecnicolor donde la revolución se mezcla con la rebeldía ante el patrón, una manera efectiva de generar complicidad con la audiencia: ¿quién no quiso o quiere vengarse de ese jefe que lo hizo sufrir con demandas ridículas y horas extras?

Al contrario de la lucha de Rosa Parks (también llevada al cine) que también se construyó desde un acto cotidiano (el rehusarse a sentarse en la parte de atrás del colectivo como indicaba la ley respecto a los afroamericanos) pero que era un acto público, en Historias Cruzadas la lucha se conserva siempre en el ámbito doméstico: las casas de las patronas, donde las pequeñas rebeldías de las mucamas contra ellas toman lugar y la casa de Aibileen donde se juntan en secreto con Skeeter a trasladar al papel las historias de sus vidas.

Emma Stone, afeada a lo Hollywood (leáse anteojos y rulos versus el pelo lacio a fuerza de toca y fijador que lucen las rígidas cabezas de sus pares), si bien carga decentemente con el rol protagónico -y por ende pasa por un supuesto proceso de autoconocimiento y crecimiento como corresponde- puede apoyarse en la fuerza del abundante elenco femenino, como hace su director, que no innova desde lo estético y simplemente deja que las (muchas) historias se crucen y sus actrices se luzcan como los brillantes vestidos de verano en las que las enfunda (siempre y cuando sean blancas).