Historias breves 13

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El federalismo como signo distintivo.

Ni Rápido y furioso, ni Star Trek, ni La guerra de las galaxias ni nada: no existe en el mundo entero una serie cinematográfica más voluminosa que Historias breves. Este año parece que hubo superproducción, llevando a que por primera vez se estrenen dos tandas en una temporada, ambas integradas por ocho cortos. En mayo fue Historias breves 12, ahora llega la del número al que los supersticiosos le huyen. En la anterior había un hilo conductor surgido espontáneamente, el de la violencia, así como una paridad matemática entre realizadores varones y mujeres. En ésta la dispersión temática y estética es tan marcada como la geográfica. Hasta el punto de que es posible que esta última –a la que cabe calificar de federalismo– sea el signo distintivo de esta nueva entrega, veintiún años posterior a la primera, aquélla histórica que presentó en sociedad a Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Daniel Burman, Bruno Stagnaro, Rodrigo Moreno y Ulises Rosell, entre otros.

En cuanto al reparto genérico, esta vez son sólo dos chicas entre siete varones. La única historia dirigida a solas por una chica es Plegarias, que Lucía Ursi Sotelo filmó en Baradero. En ella, tres pibas de unos once años escriben anónimas cartas de amor a un galán de su grado, que ignora su propia condición. Las protagonistas tienen buena química, el hecho de que el pibe que las hace suspirar sea un tímido de aquéllos rema en contra de las convenciones, y que un profesor encuentre una de las cartas y la lea en voz alta representa una perversidad del mundo adulto que se incluye sin subrayados. En las antípodas se halla Puertas adentro, codirigido por Eugenio Caracoche y Julieta Cejas y con Martín Slipak como maquillador de cadáveres necrofílico. Algunas fantasías del protagonista quiebran el clima mórbido, y el remate –momento clave en un corto, tanto como suele serlo en los cuentos– no es del todo logrado. Su dosis de morbidez tiene también El asado, venganza gastronómica de los pobladores de un pueblito salteño contra un típico político-cerdo (no le hubiera venido mal un toquecito más de gore).

Fantasía (o no) de un chico sobre una invasión extraterrestre, casi completamente muda y en blanco y negro, la rosarina Los invasores tiene el tono naif requerido y una impecable artesanía casera. Al protagonista de la cordobesa Últimos días del artista lo acosa alguna obsesión desconocida que lleva a su internación, de la que se fuga, hasta hacerse daño. Eso es todo lo que el cronista puede decir de ella. Dirigida por Nicolás Suárez, C ntauros (se escribe así) es una parodia gauchesca que incluye una payada con guitarra eléctrica, piano eléctrico y escatologías, así como un recitado como del Siglo de Oro español, que sucede al asesinato de un caballo por parte de su desalmado jinete. Producida por la Universidad Nacional de La Plata, Hesperidina Express presenta a la clásica pareja de amantes en fuga, aunque en esta ocasión bastante creciditos con respecto a la edad habitual. Lo más destacable es la presencia de Marta Lubos, siempre derrochando estilo.

Dirigida por Carlos Alberto Díaz, filmada en Entre Ríos y protagonizada por el genial Germán De Silva (a juicio del cronista, el mejor actor del cine argentino actual), De la muerte de un costero le saca varios cuerpos al resto. Como si Kafka se hubiera entrometido en la obra de Gustavo Fontán, en el corto de Díaz hay cuatro protagonistas: el costero, su bote, el río y una guitarra. El tipo intenta repararla y no puede. Se pone furioso y la hace pelota. De modo tal vez mágico (pero el truco es que la puesta se mantiene absolutamente seca y realista, sin la más mínima concesión al humor o la fantasía), unos planos más adelante la guitarra reaparece, siempre rota, y vuelta al ciclo de la paciente reparación, la rotura y la furia. El asordinado absurdo es tal que en un momento en que la tenía arreglada, el botero no tiene mejor idea que usarla de remo. Totalmente en contra de cualquier idea de absurdo o comicidad, la fotografía de Federico Luaces es lírica y exquisita, con noches cerradas y atardeceres rosados. El mismo lirismo tiene la música de la zona, a cargo de Nardo González. El final es desesperanzado, terminal. Lo contrario suscita la presentación en sociedad de Carlos Alberto Díaz y sus socios creativos.