Hannah Arendt

Crítica de Analía Iglesias - La Voz del Interior

Piensa porque primero amó

Margarethe Von Trotta recorre en Hannah Arendt el trayecto de la historia en que más de cerca se cruzan las vidas de dos alemanes nacidos en el mismo año (1906): Hannah Arendt y Adolf Eichman. No quiere hablar solamente de la antítesis de la judía y el nazi (o la filósofa judía y el jerarca nazi capturado por el Mosad en Buenos Aires, en 1960). Quiere decir que estos son dos alemanes, como ella, y que algo hay que indagar sobre las raíces de la perversión del Tercer Reich.

Von Trotta, como lo había hecho el austríaco Michael Hanecke en La cinta blanca, asegura que el mal no es la respuesta, que el mal es una vulgaridad, que los oficiales nazis eran ‘donnadies' y refuerza a Arendt en su grito de alerta sobre lo que sucede cuando el valor fundamental que una sociedad transmite a los ciudadanos desde niños es la obediencia.

Vaya si sabemos los argentinos de la "obediencia debida", aunque quizá nos queden todavía algunas preguntas en la línea de las que Von Trotta amplifica: ¿A quién le hacen falta, pues, las ideologías para explicar las guerras o el terrorismo de Estado? ¿Para condenar al régimen nazi necesitaba el pueblo judío ocultar pedazos de miseria verdadera, como la existencia de los Consejos Judíos en los campos de concentración? ¿Hace falta un antisemita para torturar a un judío o a un opositor (o basta con un obediente)?

El retrato de Von Trotta (magnífica, Barbara Sukowa) sobre la filósofa que acuñó el concepto de la "banalidad del mal" en sus años de exilio neoyorkino va, sin embargo, mucho más allá (o acá) de la Historia para decir que Hannah piensa porque primero amó. Amó a los individuos, no a las patrias, a las colectividades ni a otros "ismos". Tuvo a Heidegger entre sus piernas y supo que la vida es más inesperada que las personas, porque nunca dejó de ser amiga de su viejo profesor casado (a pesar de que el filósofo, su maestro, su amante, se había apuntado a la causa nazi, mientras ella se convertía en apátrida en un campo de muerte).

Y aunque suene a sacrilegio, hay que decir que la directora propone un estimulante diálogo con estos personajes femeninos que se las ven con la terquedad de los monolíticos, como la propia Arendt o su amiga americana, la escritora Mary McCarthy (dicen que su novela El grupo inspiró Sexo en Nueva York). Un diálogo que incluye debates sobre la "vista gorda" que las mujeres podemos hacer cuando queremos a alguien por encima de todas sus contradicciones.

"¿Para qué los quieres perfectos? ¿Será porque eres de las que se casan con todos sus amantes?", le pregunta Hannah a Mary, norteamericana y "exhibicionista". Hannah trabaja "de pensar" y también bromea sobre los hombres. Berlinesa, liberal, incomprendida y generosamente femenina.