Hachazos

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un organismo vivo

La línea maestra del film es Caldini mismo, a quien Di Tella filma con la clase de distancia afectuosa que se mantiene con alguien que se quiere, pero a quien se teme quebrar.

Descartada por demasiado literal la opción del documental sobre leñadores chaqueños, el título de la nueva película de Andrés Di Tella puede llevar a imaginar un film hecho de cortes secos y brutales, en el que cualquier prolijidad habrá cedido su lugar a una violencia de las formas. No hay nada de eso en Hachazos y de hecho no es fácil advertir por qué Di Tella le puso ese título a su opus 7 en el largometraje, presentado en abril pasado en el Bafici y estrenándose ahora en el Gaumont y malba.cine. Hachazos tiene un protagonista y ese protagonista es un verdadero personaje. Se trata de Claudio Caldini, mítico prócer del cine experimental en la Argentina. Tras una época de oro en los ’70, de Caldini se supo poco y nada, de tal modo que Di Tella, que lo tiene por un maestro, partió en busca de su sombra un tiempo atrás. Pero no para develar qué había detrás de esa sombra, como lo haría un documental crasamente periodístico, sino para internarse en ella.

Si algún corte abrupto hay en Hachazos, son los que el propio Caldini parece haberse dado a sí mismo en el curso de su vida, hasta fragmentarse en mil pedazos. Pedazos que Hachazos reconstruye, pero como sin proponérselo. La película tiene un tono casual que es muy Di Tella. En algún momento de Hachazos, conectando con el formato de diario personal que el realizador viene cultivando –desde antes incluso que las notoriamente “en primera persona” La televisión y yo y Fotografías–, Di Tella cuenta cómo y cuándo conoció a Caldini. Fue en 1976, poco después de marzo y a propósito del rodaje de un corto en el que Marta Minujin era enterrada a paladas, en bikini. Los títulos finales, rustiquísimos cartelitos hechos a mano, consignan a un Di Tella menos que veinteañero como uno de los que paleaba desde fuera de cuadro. Pero el cartel no dice “Palean”, sino “Arrojan la barbarie”. La relación entre el arte de vanguardia y la política en la Argentina de las últimas décadas es una de las líneas (línea tangente, quebrada, de trazo casi al agua, como todas las de la película) que Hachazos desarrolla.

Pero la línea maestra es Caldini mismo, a quien Di Tella filma con la clase de distancia afectuosa que se mantiene con alguien que se quiere, pero se teme quebrar. Tomando algún mate en la quinta de Moreno donde trabaja como cuidador, Caldini cuenta que tenía un miedo pánico de quebrarse, allá en los ’70, cuando la cosa empezó a cobrar temperatura, cuerpos y vidas en Argentina. Se quebró en la India, donde había huido durante la dictadura, buscando seguramente alguna clase de salida espiritual (el documental no lo dice, pero quien va a la India no va en busca de chicas, playa o trabajo) al brete en el que se hallaban, él y el país. Caldini tuvo un brote, tuvieron que internarlo en Nueva Delhi, no sabía quién era ni cómo se llamaba. “Por qué mi nombre no soy yo”, canta Javier Martínez, pero no durante el relato de Caldini: Hachazos no redunda, asocia.

“Encima, por un error de lectura de mi DNI, los médicos me llamaban Edmondo, y yo no sabía quién era ese tipo”, recuerda Caldini. No hay película de Di Tella que no tenga humor. Aunque esta vez sean apenas hachazos sueltos: el largo, circunspecto, apenas cicatrizado Caldini no es el chistoso Torcuato Di Tella de La televisión y yo o la exuberante protagonista de Montoneros, una historia. “Cuando volví estuve mucho tiempo sin trabajo, llegué a vivir en treinta y seis lugares distintos en poco tiempos”, cuenta Caldini, cuyo exilio de sí mismo el trabajo de quintero parece haber empezado a suturar. “Porque hoy nací”, canta ahora Javier Martínez. Imposible saber con certeza hasta qué punto a Caldini le pasa lo mismo. Di Tella no lo fuerza a ninguna clase de confesión, juego de la verdad o catarsis. Hachazos no es una investigación, es un diálogo. Como parte de ese diálogo, el personaje hasta puede resistirse a hacer lo que el director le pide. Al final (no por nada la imagen de una mudanza, un viaje, un tránsito), Caldini sigue siendo un enigma.

Si los films de Di Tella suelen caracterizarse por un modo de representación que por la ausencia de asertividad podría definirse como “tentativo”, Hachazos es, posiblemente, la consumación de ese modo. Nunca se sabe bien a dónde va y uno simplemente se deja llevar por sus largos y cadenciosos planos secuencia, que parecen marcar el tiempo de una espera, un pausado ritual de (re)conocimiento. Planos llenos de aire, seguidos de otro plano que es siempre una incerteza. Más que una película, un cuerpo que respira, que piensa en voz alta. Un organismo vivo.