Ghostbusters: el legado

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Ghostbusters: El legado es una aventura perfecta para nostálgicos

Esta reinvención del éxito familiar de los 80 trae de regreso no sólo la iconografía del equipo original sino también la idea de la infancia sensible y profunda que percibe como imposible en la actualidad

La moda de los reboot de franquicias populares alcanza en Ghostbusters: El legado una extraña amalgama: no solo cristaliza el acto de reconstruir la iconografía de la película de Ivan Reitman de 1984 sino también la experiencia de la infancia y la pubertad de aquella época. Por ello la historia recoge gadgets, personajes y retazos narrativos de aquel comienzo de toda una era, al mismo tiempo que el espíritu de la aventura que definieron esos años, guiados por Rob Reiner y Steven Spielberg, mediados por la pasión fetichista consagrada por Super 8, Stranger Things y todos sus corolarios.

La protagonista es Phoebe (Mckenna Grace), una niña de 12 años que debe trasladarse junto a su hermano Trevor (Finn Wolfhard) y su madre Callie (Carrie Coon) a la granja de su abuelo fallecido en un pueblo de Oklahoma. Su historia es la de la segregación: interesada por la ciencia, curiosa pero introvertida, nunca parece encajar en ningún entorno; su madre le advierte sobre sus chistes atonales y siempre recibe el consejo de no ser ella misma. Pero la granja de ese abuelo desconocido, convertido en un fantasma para la historia de su familia, se revela como el inesperado camino hacia una identidad que ya parecía anunciada en los emblemáticos anteojos que filtran su mirada.

Jason Reitman aprovecha la nostalgia disponible y deja a todos contentos: está el ECTO-1 arreando por un campo de maíz, las trampas para fantasmas con sus rayos coloridos, el gigante blanco de los malvaviscos multiplicado en miles de diabólicos fantasmitas, y los cameos esperados escondidos en cada giro de la trama. Pero debajo de la superficie, el espíritu es menos el de la comedia que miró a la era Reagan desde el caos citadino, presidido por la irrupción del fantástico y el humor más absurdo, que el de una aventura adolescente, simpática y entretenida, que combina el coming of age, la mitología sumeria y un andamiaje de guiños al pasado que empujan alguna lágrima.

Carrie Coon y Paul Rudd –quien interpreta a un profesor no tan interesado en sus clases como en el cine en VHS y en los misteriosos sismos que sacuden a las entrañas de Oklahoma- construyen la perfecta pareja de una comedia romántica que casi exige un lugar propio en una nueva historia. Pero Reitman hijo sumerge a la historia en algo más que la nostalgia: en el anhelo de reconstrucción de una experiencia perdida como obsequio para una nueva generación. El aggiornamento de los fantasmas, la absoluta materialidad de todo imaginario ancestral y el crescendo de una aventura que requiere más épica que contracultura funciona como rastrillaje y empaquetado del pasado antes que como verdadera concepción de legado.

Pese a ese mandato generacional de recuperar su infancia y la obra de su padre, Reitman siempre ha estado preocupado por el áspero camino del crecimiento y la madurez (así fue en Juno, en Adultos jóvenes, en la más reciente Tully), clave que encuentra en la nueva Ghostbusters su último escalón: la reconciliación de Phoebe, y la de su madre que también fue hija, con un mundo que siempre será tan propio como ajeno, y por ello hay que defenderlo.