Éxodo: Dioses y Reyes

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Ridley Scott nunca se caracterizó por ser un director sutil o demasiado elegante, por eso su encuentro con el cine épico (un cine en general poco sofisticado, más preocupado por el tamaño que por la terminación de los materiales empleados), desde 1492: La conquista del paraíso, sería uno fortuito y duradero. Varios años después seguiría con Gladiador y más tarde con Cruzada y Robin Hood hasta llegar a Éxodo: Dioses y reyes. Pero tratemos de explicar brevemente a qué nos referimos cuando hablamos de épica: no se trata de la forma narrativa descrita, entre otros, por Aristóteles, ni de un género en sí mismo (las películas mencionadas, de hecho, pertenecen a géneros distintos), y tampoco es solo de una cuestión de tamaño (aunque el tamaño importe) sino, sobre todo, de un cambio de escala, de un giro que se produce en la forma de mirar antes que en aquello que se observa. El cine de Scott previo a 1492, en películas como Lluvia negra o Alien, exhibió siempre un formato de pantalla anchísimo que no terminaba de encajar del todo con esas historias, pero que años después resultó fundamental para retratar, por ejemplo, el viaje de Colón y el espíritu de conquista y descubrimiento de la expedición. Por eso es que 1492 o Gladiador representaron un quiebre en su filmografía, porque los mundos de esas películas, con sus cantidades gigantescas de hombres, paisajes y acción, pedían un formato bien largo, acorde a la vastedad del relato. De ahí en más, Scott, un director seguro de su lugar de artesano que rara vez intenta dejar una huella reconocible en lo que hace, volvería una y otra vez a historias que le permitieran desplegar ese dispositivo cinematográfico tamaño XL hasta volverse una suerte de especialista; es que lo épico en cine reclama, además de la comprensión acerca de la escala, un estilo más o menos neutro, invisible, sin signos demasiado evidentes, lo que explicaría en parte el fracaso de Noé, en la que Darren Aronofsky, veleidoso como de costumbre, es incapaz de borrarse a sí mismo de las imágenes y la trama.

Scott actualiza el relato bíblico desde su ya conocido interés por el realismo: los asesinatos son brutales, a veces en masa y hasta pueden ser perpetrados contra niños; las plagas dejan secuelas irreparables en la sociedad egipcia; las aguas del Mar Rojo, lejos de abrirse en forma espectacular, simplemente bajan hasta que el pueblo hebreo puede cruzar. Incluso Dios, después de una aparición más bien rutinaria de la zarza en llamas, es representado de la manera más despojada posible cuando toma el cuerpo de un niño, el que le habla a Moisés y al que solo puede ver el protagonista. El realismo no impide, sin embargo, que el director aproveche majestuosamente el digital para engrandecer batallas, escenas de exteriores e incluso los diálogos más bien intimistas del palacio de Seti, en los que se nota enseguida la opulencia y el lujo que ninguna otra película sobre el tema había conseguido plasmar así antes, y que logran un retrato del imperio egipcio incluso más ajustado a la verdad histórica: la trama sigue a una casta gobernante en decadenca que gusta de los excesos y placeres suntuosos pero que, consciente del derroche que estos implican, realiza un seguimiento obsesivo de gastos en las provincias y casas de mandatarios corruptos y subalternos que malgastan impuestos para vivir con la misma ostentación de riqueza que sus superiores.

Éxodo tiene sus altibajos, sobre todo narrativos, propios de cualquier película de proporciones semejantes: los diálogos muchas veces son torpes y reiterativos, y la trama vuelve una y otra vez a los mismos motivos como si temiera que el público se pierda en la inmensidad de la película (la identidad, el origen; la identidad, el origen, etc.). Sin embargo, Scott tiene la oportunidad poco común de corregir y mejorar sensiblemente lo hecho en otra película suya, Gladiador, de la que Éxodo toma no solo la figura del héroe caído y despojado de todo sino también el triángulo de intrigas y celos compuesto por un rey sabio a punto de morir, un hijo ambicioso incapacitado para sucederlo en el trono, y un hermano adoptado que cuenta con las aptitudes necesarias de las que carece el hijo, y que consecuentemente se transforma en un peligro a exterminar.

Así, a los tumbos entre escenas logradas que pierden algo de efectividad por obra de un guion machacón y reiterativo, la película se las arregla para maniobrar la solemnidad del relato bíblico con una impronta realista que parece ser la única marca más o menos visible del director. Por lo menos hasta que llegan las plagas, y la película, olvidada por un rato de la trama, da rienda suelta a la reconstrucción de los daños y la locura que producen tanto en las calles como en el palacio real. En ese momento parece que Éxodo se tomara una pausa para regodearse detenidamente en el espectáculo de destrucción y muerte que asolan Egipto por obra de un Dios cruel y vengativo; se nota que la idea fascina al director, y que ahora, suspendido el avance de la historia, deja que la imagen se adueñe por completo de la película, como cuando un mar infestado de cocodrilos, que en su frenesí devorador hasta se comen unos a otros, se tiñe entero de sangre.