¡Esto es guerra!

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Jheraldouegos de guerra

La misoginia grosera no hace que se esté frente a una película totalmente condenable: más allá de una rubia cómoda y loser que no es capaz de elegir entre dos hombres que se matan por ella, y de su amiga desagradable que predica el sexo libre pero se conforma con un matrimonio espantoso, ¡Esto es guerra! cuenta la historia de dos amigos inseparables que ven su amistad fracturada para siempre por una mujer. Si nos olvidamos que FDR y Tuck se baten a duelo por Lauren casi como si se tratase de una especie de trofeo y que ella parece satisfecha con ocupar ese lugar y no mueve un dedo para resolver la situación, la película es entretenida y por momentos hasta es fácil ponernos cerca del par protagónico y percibir el verdadero conflicto de la historia: una amistad quebrada por una disputa que empieza como un juego de chicos. Justamente, en ¡Esto es guerra! hay mucho de juego. Por ejemplo, en la manera en que el director McG utiliza el género de espionaje: la trama de suspenso nunca tiene un peso real, los peligros a los que se enfrentan los personajes nunca pasan de la parodia; el género de espías es apenas un baúl de juguetes al que la película acude sin demasiadas preguntas. Lo mismo pasa en la vida cotidiana de los protagonistas: FDR y Tuck son agentes de un servicio secreto pero se toman el trabajo de forma liviana, sin mucha responsabilidad. Y eso, claro, cuando los personajes no juegan literalmente; como Tuck, que entra en una partida de gotcha y masacra a todos sus compañeros en pocos segundos; o Lauren, que lleva a Tuck y su hijo a su oficina (ella trabaja testeando productos) para romper, quemar y mojar todo. Entonces, sin acercarse con seriedad a nada, en ¡Esto es guerra! las acciones muchas veces no tienen consecuencias: Tuck puede clavarle un dardo tranquilizante en el cuello a FDR sin matarlo (aunque este le recuerde que unos centímetros de diferencia le habrían costado la vida), o el trío puede ser perseguido por una pandilla de mafiosos armados sin que ninguno de los tres esté frente a un peligro tangible. Todo esto, que suena obvio si se piensa en una comedia que parodia un género como el de espionaje, en ¡Esto es guerra! tiene un sentido distinto, porque la película demuestra un aire de inmadurez constante, al menos hasta el final, cuando Lauren (la mujer, la que no acciona nunca), obligada por las circunstancias, decide. Es en esa escena que el juego se termina de golpe, cuando la película suma una pátina impensada de drama: aunque sea por unos pocos planos, los personajes se revelan como adultos tristes y la vida como algo más que un juego sin penalidades.

Ese final importa porque viene a decir algo que ya sospechábamos si habíamos entrado con éxito en el universo de la película, y es que los dos protagonistas son más que un par galancetes jóvenes de turno (no se parecen a Robert Pattinson y el hombre lobo que siempre anda sin remera de Crepúsculo, por nombrar otra película con dos tipos que se pelean por una chica). O, en todo caso, quizás Chris Pine y el inglés Tom Hardy no sean mucho más que eso cada uno por separado, pero el director los inviste de una gracia que se manifiesta en los intercambios que tienen y en los códigos que comparten. Lo mismo vale para Reese Witherspoon: si su personaje nunca es solamente una tonta, histérica y quedada, eso se debe tanto a la chispa de la actriz de Legalmente rubia como a un trabajo de dirección que consigue arrancarle algunos momentos de comedia y simpatía increíbles, como la escena en la que los agentes se meten en su casa y la espían mientras ella canta y cocina vestida de entrecasa, todo filmado en plano secuencia.

Descontando los problemas que la película pueda tener, la falta grave ocurre justo en el final, cuando (al igual que la amiga de Lauren) el guión quiere introducir un comentario sobre la importancia de la familia: un plano horrible muestra en cámara lenta a unos personajes con intenciones de reconstruir el grupo familiar como si fueran una especie de sobrevivientes, los últimos depositarios de una suerte de pureza moral. Ese final acentúa, por contraste, algo de la libertad y la ligereza del resto de la historia; cuando se hace presente el comentario moralista metido a presión sobre el último minuto, allí nos damos cuenta de que se está terminando un juego que, más allá de las críticas que se le podían hacer, no estaba tan mal.