El tesoro

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

RIQUEZAS DE UN PEQUEÑO-GRAN TESORO. Una película puede hacer muchas cosas en torno al dinero, la necesidad de tenerlo y los usos que podemos darle. El tesoro, el largometraje más reciente de Corneliu Porumboiu (1975), lo aborda trazando una parábola que crece en matices a medida que va desplegando, serenamente, su cadena de sucesos.
Dos vecinos con apremios económicos deciden embarcarse en la búsqueda de un tesoro que les implicaría poder pagar sus deudas y mejorar su vida: de los preparativos, contradicciones y resultados de esa aventura está hecha esta historia que transmite la desazón de gente humilde sin crueldad, la expectativa ante un posible hallazgo salvador sin triunfalismo y el tuteo con el delito (de civiles y uniformados) sin cinismo.
Casi no hay risas, gritos ni llantos en El tesoro: todo fluye con la mansedumbre de sus conversaciones, y si bien por ahí aflora la desconfianza, aún con dificultades los personajes llegan a un entendimiento. La comprensión del otro es uno de los grandes temas de esta generosa película.
Mientras Costi, el protagonista (un Toma Cuzin siempre medido), va involucrándose en la búsqueda de ese enigmático tesoro, las sutilezas se suceden. Las formas en las que se empleó el dinero en distintas etapas del pasado en Rumania. El deseo de Costi de ser una suerte de Robin Hood para su pequeño hijo. El rol del Estado y el ambiguo funcionamiento de sus instituciones. La codicia que parece irremediablemente enfrentar a los seres humanos, sean adultos o niños. La no violencia y la perseverancia como medios para lograr objetivos trazados. La fuerza del juego y del misterio como motores para cualquier misión.
Premiada en la sección Un certain regard del Festival de Cannes 2015 “por su narración magistral”, El tesoro progresa suavemente, sin pasos en falso. Cada plano, cada travelling tienen su razón de ser: basta ver la gracilidad de movimientos (de los actores y de la cámara) durante el breve diálogo de Costi con su hijo enseñándole a defenderse de sus compañeros de escuela, o la manera de exponer el contenido de la enigmática caja en distintos momentos. Igualmente admirable es el uso de la luz en las escenas nocturnas, en torno a esa casona que parece encerrar varios tesoros: recuerdos, historias, incógnitas. Despojado como films anteriores de Porumboiu, hasta la dirección de arte y el vestuario contribuyen a la caracterización de sus personajes prototípicos y a su atmósfera gris, atravesada sin embargo por ráfagas de humor sarcástico.
El tramo final, bello y liberador, dispara en el espectador diversas reflexiones. ¿Cuántas películas de las que aparecen en la cartelera deparan ese placer? Lleva a preguntarse, por otra parte –y vienen a la memoria películas como Nueve reinas (2000, Fabián Bielinsky) o Relatos salvajes (2014, Damián Szifrón)–, por qué en el cine argentino resulta tan difícil encontrar un desenlace tan noble y poco materialista como el de este pequeño-gran film rumano.