El rey del Once

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Coronación benéfica

Cómo es El rey del Once, la nueva comedia dramática del argentino Daniel Burman.

Inspirado y en buena forma después de peligrosos pasos en falso, Daniel Burman entrega en El rey del Once una de sus mejores películas. Aunque ya desde el título se advierte cuál será el centro geográfico, lo cierto es que la historia comienza en Nueva York, contrapunto arquitectónico lujosamente radical ante las precarias, titilantes y convulsionadas calles características del barrio judío-porteño que Burman retrata en ráfagas de precisión documental.

Ariel (Alan Sabbagh, prefecto en el papel) vuelve desde Estados Unidos y después de muchos años a su barrio de origen, donde su padre Usher se erige como una suerte de caudillo comunitario a través de una fundación que ejerce la beneficencia con ropa, alimento y remedios. Siempre a través del teléfono que Ariel lleva pegado a su oreja, la relación padre-hijo se resume a una serie de demandas cada vez más embrolladas y extenuantes (saquear el departamento de un fallecido, asistir a un joven enfermo, arreglar el conflicto de una entrega de carne) que se suman a los reproches a larga distancia que le hace al protagonista su novia bailarina. Ariel encontrará consuelo temporal en Eva (Julieta Zylberberg), una joven ortodoxa que ha hecho un voto de silencio mientras trabaja para su padre y que parece ser la única dispuesta a escucharlo. Después, Ariel irá internándose de a poco en esa compleja red social del Once –negocios, tratos con los clientes, imprevistos rituales religiosos– para hallar una autonomía que le resultaba vedada en su eterna condición de hijo.

El conflicto paterno-filial que es esencial a El rey del Once se amplía a dimensiones religiosas cuando Ariel entiende el significado de comunidad a través del sacrificio, una forma del amor comunitario en extinción. Así cae en la cuenta de que aquello que buscaba estuvo siempre ahí a su alrededor, en la forma de vidrieras y galerías comerciales y prácticas de una tradición atravesada por kipás y escarapelas que es lo más cercano que tuvo nunca a un hogar.