El rey del Once

Crítica de Fernando Alvarez - Todo lo ve

Daniel Burman ambienta su comedia en el barrio de Once y habla del vínculo entre un padre y su hijo a través de una fundación y en medio de calles frenéticas. Sólo algunos gags dan en el blanco en medio del caos.

Al igual que en Esperando al Mesías-2000- y El Abrazo Partido -2003-, el director Daniel Burman ambienta su nueva película en el barrio de Once y acerca al espectador a un barrio reconocible y característico de la ciudad de Buenos Aires, mostrando sus costumbres judías y su accionar en esas frenéticas calles. El Rey del Once habla de las relaciones ente padres e hijos en el ambiente caótico y convulsionado de una fundación que dirige Usher -el padre del protagonista- y donde los vecinos judìos acuden para recibir ayuda de todo tipo. Su hijo Ariel -Alan Sabbagh, el actor deMasterplan- es un economista exitoso que deja ese mundo y se recluye en Nueva York con una pareja que no funciona pero decide regresar tras los llamados constantes del padre que promete un reencuentro que parece imposible. El film aborda el tema del sentido de pertenencia, está narrado con una cámara que acompaña el vértigo cotidiano de la calle Pasteur y alrededores y, por momentos, juega con el registro casi documental. El relato está estructurado en capítulos y tiene algunos gags que dan el blanco, pero se disfrutan de manera fragmentada como pequeñas islas dentro de la tibieza que ofrece la historia. En ese universo aparece también Eva -Julieta Zylberberg-, una empleada muda que cambiará la ¿suerte? del protagonista en esta fundación que entrega remedios y hasta realiza bart mitzvah para vecinos necesitados. Una fortaleza donde funciona un mundo de empleados, entre llamados telefónicos y quejas que vienen del mundo exterior. En ese proceso, Ariel regresa en medio de la festividad que conmemora la salvación de la diáspora judía de la aniquilación y su personaje atravesará una transformación.Con este esquema, Burman registra todo lo que ocurre, espía a personajes fugaces -como el encarnado eficazmente por Dan Breitman- y a un Ariel que maneja un Citroën destartalado que lleva y trae mercadería. Una pintura apenas simpática que prometía una travesía más atrapante de la mano de un realizador consagrado y de personajes que parten tras el misterio de la felicidad.