El precio de un hombre

Crítica de Diego De Angelis - La Izquierda Diario

La ley del mercado

En una oficina de Recursos Humanos, un hombre sin trabajo, ostensiblemente irritado, pero que logra de todas formas conservar la calma, cierta civilizada compostura, un hombre casi a punto de perder definitivamente la paciencia y descargar una violencia que sobrelleva, mediante un esfuerzo descomunal, reprimida en el cuerpo, se queja.

Razonablemente se queja, porque justo allí donde deberían facilitarle la búsqueda de empleo, por el contrario, se la complican aún más: le exigen la realización de cursos que luego no sirven –o no aplican- para el puesto solicitado. Y así pierde el tiempo y la energía y las ganas. Pero no la paciencia. El tipo discute, insiste, se empecina en subrayar el despropósito en el que incurre la empresa.

Reclama, en definitiva, un poco de respeto para los que, como él, padecen la realidad de la desocupación. Y sin embargo, cada vez, su reclamo colisiona irremediablemente contra la indiferencia de su interlocutor, un empleado burocratizado que no puede sino seguir instrucciones y volver a iniciar el proceso.

La primera escena de El precio de un hombre (cuánto mejor sería recuperar el título original, La ley del mercado, 2015), del director francés Stéphane Brizé, revela de inmediato una sensación que el film intentará pacientemente consolidar: la impotencia. Thierry (un brillante Vincent Lindon) tiene más de cincuenta años y está desempleado. Debe mantener a su familia y, especialmente, cuidar la salud de su único hijo, quien padece una grave dificultad psicomotriz. Busca trabajo con desesperación.

Pero la suya será una desesperación inexpresiva, como amontada en el cuerpo, perceptible solo en la mirada. Será allí, en la desolación que registran sus ojos, donde se concentrará, feroz, una desesperación incomoda y que esconderá el germen de un resignado desánimo. Thierry discutirá en vano. Sus palabras rebotarán, tropezarán y caerán, ya disminuidas, casi afónicas, al vacío de la imposibilidad.

El director francés evidenciará durante el conjunto de la historia una fuerte convicción de no precipitarse. Aguardará lo necesario para que su personaje despliegue sin afectación el fondo espeso de tristeza que lo determina. La cámara lo seguirá constantemente, concentrando su atención en cada uno de sus movimientos.

Prudencia que le permitirá narrar con solidez la magnitud –la hondura- de la situación que lo funde y atraviesa.

La película está dividida en dos partes. Porque finalmente Thierry encontrará trabajo. Lo contratarán como personal de seguridad en un supermercado. Su tarea será la de vigilar a los clientes, pero fundamentalmente a sus propios compañeros.

Los dueños -que en la película de Brizé permanecerán, como si no existieran, fuera de campo- buscarán cualquier excusa para reducir personal. Durante largas escenas veremos entonces a Thierry caminar circunspecto por el supermercado. Caminará observando. Serán sus propios ojos los que descubrirán cómo funciona – su ley implícita- un mercado de trabajo que exhibe su eficacia precisamente en la condición anónima de sus hacedores.