El piso del viento

Crítica de Pablo Suárez - Sublime Obsesión

“¿Qué significa habitar? ¿Cuál es el vínculo entre un espacio y una persona? ¿Cómo se convive? ¿Cuál es la relación entre un espacio y la memoria? ¿Qué es una casa?” señalan Gustavo Fontán y Gloria Peirano acerca de El piso del viento, una película que entrelaza rasgos del ensayo fílmico con los del documental con la voluntad de explorar, entre otras cosas, las relaciones posibles entre una casa y quien vive dentro de ella.

Un grupo de personas es invitado a recorrer un espacio recién construido, un pequeño piso enteramente blanco y extremadamente pulcro, una casa en la que pronto vivirá una pareja. Los invitados ingresan al recinto, lo observan mientras lo recorren, comparten sus impresiones y hacen comentarios varios. Algunos de ellos están más directamente relacionados con el espacio en sí mismo, mientras que otros son más oblicuos y hablan de recuerdos y evocaciones que la casa dispara en sus visitantes. Entonces, ese espacio aún vacío se llena de miradas, palabras y sentimientos. Aunque sea por unos momentos, cobra vida antes de empezar su nueva y, posiblemente, larga vida.

Como en toda la obra de Fontán, aquí también el elaborado diseño de sonido general es esencial para expresar los distintos climas de la casa y sus alrededores, del mismo modo que lo hace la fotografía con su luz suave y envolvente. Eso dentro de la casa, porque hay otro mundo, el del afuera inmediato, que con su aspereza y semi penumbra contrasta con el plácido interior. Es un mundo de tormenta, no solo en su literalidad. En los hallazgos de esa tensión entre lo interno y lo externo también se pueden leer los distintos pliegues y matices que habitar esa casa propone. En esta ambigüedad reside una buena parte del encanto de El piso del viento.

Como en toda la vertiente poética y menos narrativa de la obra de Fontán, La casa del viento también es una película que recurre a lo sensorial y lo torna tangible de un modo admirable. Peirano narra en off poéticos textos de su autoría y es esta otra de las características más pregnantes de este ensayo fílmico documental.

Por otra parte, los discursos varios de quienes visitan la casa no tienen el mismo impacto. Algunas reflexiones sí nos permiten construir sentidos vinculados a la propuesta de base, nos invitan a pensar y a hacernos nuestras propias preguntas mientras escuchamos las de otros y otras. Son disparadores espontáneos para nuestros monólogos internos que hacen que nos exploremos. No podrían funcionar mejor. Otros discursos, sin embargo, quedan en el nivel de la anécdota personal o se mueven en la superficie, apenas bordeando la esencia. Así, la palabra se aplana, pierde volumen.

El piso del viento tiene un comienzo fuerte con una primera visita, un hombre de una percepción aguda que nos invita a imaginar lo que no se ve, con sus subjetividades y sin solemnidad. Hay algunas otras visitas que también profundizan en las cuestiones del presente y el pasado que este inusual juego entre casa y visitante propone. Aún así, el eventual zigzaguear de la progresión dramática hace que la película pierda impulso y fuerza de tanto en tanto.

Sin la expectativa de encontrar un todo que funciona con impecable precisión – como lo es buena parte de la obra de Fontán – vale la pena ver El piso del viento por sus logros puntuales y sus momentos más poéticos, que no son pocos. Aún siendo una obra irregular, está absolutamente comprometida con su premisa. Es que Fontán siempre es fiel a su visión y a su percepción, más allá de los resultados.