El ojo del tiburón

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Premiada en Roma, Cartagena y en la primera edición del Festival Internacional de Cine Documental en Buenos Aires, esta película de Alejo Hoijman -cuyo film Unidad 25 también fue elegido el mejor de la competencia argentina del Bafici 2008- nació casi de casualidad. El realizador fue convocado para realizar un documental televisivo en Nicaragua sobre un tipo de tiburón de una zona de ese país y emprendió entonces un viaje de investigación de un mes.

Ese proyecto no se llevó cabo, pero Hoijman conoció durante el viaje San Juan del Norte de Nicaragua -Greytown, según su antigua denominación-, un pueblito costero alejado de los centros urbanos y de una belleza sobrecogedora. Allí también trabó relación con un grupo de personas que terminaron siendo protagonistas de un nuevo documental, orientado a la observación de su vida cotidiana y a reflejar los ritos de pasaje a la adultez de dos jóvenes que ocupan sus horas en recorridos por zonas selváticas, zambullidas en las apacibles aguas de un río de la zona y, finalmente, en la iniciación en la riesgosa pesca de tiburones a mar abierto, navegando en un precario bote conocido popularmente allí como "panga".

El film es un tratado definitivamente pequeño sobre la vida cotidiana en un lugar remoto y salvaje, exótico para los que vivimos en una ciudad. La metodología de investigación de Hoijman es interesante: él mismo la ha bautizado "la confianza en el malentendido", una técnica particular que consistió en explicarles someramente a sus protagonistas los objetivos de su trabajo para que ellos, a partir de esas pequeñas sugerencias, los interpretaran a su modo y se movieran con la mayor libertad posible.

El resultado es curioso: la mirada del director se nota sobre todo en la elección de los encuadres y en el fino trabajo de montaje (generalmente, Hoijman elige cortar los planos con la clara conciencia de que el espectador debe trabajar, suele rehuir a entregar todo el menú cocinado, lo que se agradece), pero además hay un notorio cuidado por evitar manipulaciones y subrayados, lo que termina configurando un trabajo que une dos voluntades, la del director que observa y la de los personajes observados, dueños ellos también de una historia sencilla que se las arregla para reflejar la colisión entre viejas tradiciones de ese micromundo silvestre y los ecos inevitables del desarrollo tecnológico del capitalismo, que a través de modernos teléfonos celulares, la información de la industria de la música pop e incluso las tentaciones de un progreso económico apoyado en la ilegalidad (las redes del narcotráfico llegan hasta ahí) exhibe una vez más su alargada sombra.