El movimiento

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

Es curioso como el último cine argentino pudo construir dos historias contundentes, y tan disimiles entre sí, a partir de la plena imaginación e inventiva sobre la idea de un momento histórico particular: la fundación de la Argentina.
La cruza de género histórico, biografía encubierta y western árido y radical, posibilitaron la construcción de historias que buscan trascender no sólo el momento que relatan, sino, principalmente, la contemporaneidad que las contiene.
Así, si no se encuentra una documentación fehaciente, el cine puede “recrear” sobre la base de la nada, o quizás sobre la “presunción”, algunos relatos que potencien el misterio ante la anarquía que rodeo la constitución del país como tal.
En ese momento, de organización, reorganización y estructuración, hubo una mirada particular que se hizo necesaria para poder abarcar algo tan inasible como poderoso, algo que no está documentado y que la ficción ha querido, en parte, recuperar o reflexionar, porque en ese cimiento desconocido, justamente, está la esencia de la identidad del pueblo.
Si en “Jauja” (2015), Lisandro Alonso nos hablaba de ese lugar particular de encuentro y goce, en el encuentro de un soldado, su hija y unos militares, con una puesta en escena casi fotográfica, en “El movimiento” (2015) lo cinético del período queda reducido al título y es también analizado bajo la particular perspectiva de un líder (Pablo Cedrón) que intenta, a toda costa, cooptar adeptos a un movimiento político incipiente, personalista, económico y social que busca encausar las fuerzas indomables del momento.
Benjamín Naishtat reposa su hábil cámara, como ya lo había hecho en su ópera prima “Historia del Miedo”, para hablarnos de este personaje singular, con un amor por él increíble y su entorno, el que comienza a impactar en la pantalla con una fuerza inusitada.
“El movimiento” no sólo se queda con la imagen del político, todo lo contrario, pese al protagonismo casi excluyente de éste, suma con una cuidada fotografía y una austera puesta en escena (ambas a cargo de Soledad Rodriguez), la aventura de irrumpir en un período histórico particular sin mucha más información que la presunción de algo que se imagina, más no se sabrá nunca si es real o no, al igual que los discursos del caudillo.
La narración disruptiva, el primerísimo primer plano y el detalle como expresividad más allá de la lograda interpretación de Cedrón, la decisión de quebrar la continuidad y el recorte del cuadro académico le permiten a Naishtat lograr un relato tan urgente como contundente.
La febrilidad de las pocas acciones, la nocturnidad como espacio de aventura y expedición, y la imposibilidad de comunicación directa entre todos, hacen también a que el espectador termine por consolidarse como uno más de esa posible masa cautiva a la seducción del líder.
Otro punto logrado del relato es la musicalización de las escenas, con un claro direccionamiento hacia la creación de climas y atmósferas opresivos, los que sumados a la verborragia y particular enunciación de Cedrón hacen que “El movimiento” avance sobre sus pasos y termine por potenciar lo no dicho y lo no mostrado.