El Motoarrebatador

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Las segundas películas son las que definen a un director, y demuestran si estamos ante un incipiente autor o un mero artesano. Agustín Toscano es un ejemplo de lo primero, ya que en El motoarrebatador, su segundo largometraje, se puede distinguir un universo propio, personajes recurrentes, actores fetiches y una provincia precisa: San Miguel de Tucumán.

Los dueños (su opera prima codirigida por Ezequiel Radusky) es la fantasía “cougar” de una porteña que llega a una casona en las afueras de Tucumán. También es una fantasía de clase, donde los dominados se apropian de la casa de sus patrones para vivir como ellos por unas horas. Se podría decir que Toscano es, como se verá también en su segunda película, el cineasta de la intrusión.

El motoarrebatador, en cambio, se trata de una fantasía del arrepentimiento y del perdón, en donde lo marginal está visto desde el punto de vista del desplazado, lo que significa un gran acierto de la puesta en escena.

Toscano toma posición desde el título: no se llama “El motochorro”, sino El motoarrebatador. En una palabra está la cifra de su moral, y el realizador tucumano sostiene el punto de vista durante toda la historia de Miguel, que con un amigo le arrebatan la cartera a una señora.

El episodio no sale bien: la mujer se resiste y los motoarrebatadores forcejean y la arrastran por la vereda hasta dejarla inconsciente. Miguel, encargado de manejar la moto, frena, se da vuelta, duda. La escena se resuelve con una economía de planos increíble.

Los días pasan y el personaje interpretado por Sergio Prina, actor de cabecera de Toscano, trata de sobrellevar la culpa como puede. Miguel va a su casa paterna, busca a su hijo de la escuela y lo lleva al departamento de la madre, de quien está separado. Hasta que toma la decisión de ir al hospital a visitar a la señora a la que asaltó, interpretada por Liliana Juárez, otra de las actrices recurrentes del director.

Miguel se hace pasar por un familiar, aprovechando que Elena perdió la memoria. Luego decide ir a su casa, quizás para conocerla más y reparar, de algún modo, el grave hecho cometido.

Es admirable cómo Toscano maneja los tiempos para construir la psicología de los personajes. Lo malo es que hacia el final toma una decisión inentendible: Miguel cambia súbitamente de registro y todo se torna anticlimático y difícil de creer.

Tampoco se entiende el excesivo uso del plano aberrante, que en algunas escenas no cumple su función. Sin embargo, la primera hora es tan sólida que alcanza y sobra para redimir al personaje y a la película.