El lobo de Wall Street

Crítica de Juan Ignacio Novak - El Litoral

El color del dinero

Si todavía existen directores de cine que puedan otorgar a sus trabajos un sello personal, calidad artística y al mismo tiempo éxito comercial, Martin Scorsese figura entre ellos. Es que en “El lobo de Wall Street”, tal como hizo en muchas de sus obras anteriores, disecciona bajo una luz despiadada la banalidad de las bases sobre las que está edificada cierta versión del sueño americano. Jordan Belfort, el protagonista, amasa una enorme fortuna pero su vida se derrumba ante los excesos, el incontrolable hedonismo y su pretensión de omnipotencia.

En este vibrante filme, el realizador neoyorquino se introduce en los vericuetos de la historia real de Belfort, un ambicioso agente de bolsa de Nueva York de modestos inicios, que pasa a ser un magnate gracias a su astucia, capacidad e intuición, pero sobre todo a partir de la corrupción y el engaño. Al principio, cuando desembarca en Wall Street, la crisis internacional de mediados de los ‘80 lo expulsa del sistema. Pero, junto con un grupo variopinto de inescrupulosos buscavidas que se convierten en voraces “brokers”, monta después un imperio financiero.

Se trata de una crónica intensa, apasionada y sobre todo desmesurada sobre la codicia, que lleva impresas muchas de las características reconocibles en la obra de Scorsese: largo metraje, densa trama, esmero en la fotografía y puesta en escena, mucha energía y un montaje ágil, casi vertiginoso, que prácticamente obliga al espectador a no perderse ninguna secuencia. Todo teñido por la capacidad del director para construir personajes atractivos y llenos de matices, en este caso los codiciosos e inescrupulosos agentes de bolsa y su complejo entorno, que componen una jungla singular.

Tanto en la estructura del guión (está narrado en primera persona) como en la temática que explora, en “El lobo de Wall Street” se oyen varias resonancias de otros filmes de Scorsese. Como el Henry Hill que interpreta Ray Liotta en “Buenos muchachos”, Belfort alcanza la cima, para después caer estrepitosamente. Al igual que el Sam “Ace” Rothstein que encarna Robert De Niro en “Casino”, elige con total uso de conciencia el camino que lo llevará a la destrucción. Y como el multimillonario Howard Hughes de “El aviador”, observa cómo su dinero resulta inútil para superar sus obsesiones.

Sintonía artística

Luego de trabajar juntos en “La isla siniestra”, “Infiltrados”, “El aviador” y “Pandillas de Nueva York” el tándem Scorsese-DiCaprio alcanza en “El lobo de Wall Street” una de sus cumbres, con momentos antológicos. La sintonía que logran director y actor remite (salvando las obvias distancias) a las grandes colaboraciones que el primero realizó hasta fines de los ‘80 con Robert De Niro. Y subraya el gran crecimiento que mostró en poco más de una década el actor de “Titanic”, que dejó de ser un galán para erigirse como uno de los mejores actores de su generación. Al aplomo y versatilidad vistos en “J. Edgar”, “Django desencadenado” o “El gran Gatsby” le suma un magnetismo inigualable.

La mayoría de los actores que completan el elenco tienen también sus oportunidades de lucimiento. Jonah Hill está soberbio como Donnie Azoff, mano derecha de Belfort, tanto en los momentos cómicos como los dramáticos. Y Matthew McConaughey tiene un breve pero impecable papel como el exaltado pero encantador Mark Hanna, quien introduce al futuro “lobo” en el laberinto de la bolsa neoyorquina. También tiene sus grandes momentos Rob Reiner, como “Mad Max” Belfort, Jean Dujardin (el ganador del Oscar por “El artista) como un persuasivo banquero suizo y sobre todo Margot Robbie, como la seductora segunda esposa del protagonista.

A pesar de sus evidentes exageraciones -se pone mucho énfasis al mostrar detalles de la frívola y desenfrenada vida que llevan Belfort y su bufonesco grupo- y su excesivo metraje, “El lobo de Wall Street” es un nuevo testimonio de que Martin Scorsese, a sus 71 años, se mantiene en forma y es capaz de que sus historias y personajes, que siempre van a fondo, permanezcan durante mucho tiempo en la memoria del espectador.