El lado luminoso de la vida

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Grupo de familia

Hay algo que los médicos y pacientes de El lado luminoso de la vida repiten como un karma: es necesario tener una estrategia. No importa que lo diga un psicólogo indio o alguien que sufre de bipolaridad y otros desórdenes, la frase tiene resonancias casí místicas. “Necesito una estrategia”, le dice Pat a Tiffany y ella, desaliñada y medio border como él, asiente. La estrategia en cuestión nunca se formula ni se discute, pero uno supone que se trata de una especie de plan para enfrentar mejor las penurias cotidianas. Hay diferentes planes en El lado…: está el de Pat, que consiste en adoptar una postura optimista y sana, mental y físicamente; el de Pat padre, que confía en el azar lo suficiente como para creer que puede controlarlo gracias a sus cábalas; y el de Tiffany, una viuda que parece carecer de uno hasta que queda prendada de Pat y deja de intentar acostarse con todo el mundo. En algún punto, esos proyectos disímiles y hasta contrapuestos (Pat no aprueba el libertinaje de Tiffany; el padre cree que con pensar en positivo no alcanza) se cruzan y ligan en un destino común hasta que todos terminan empujando para el mismo lado, sin importar las diferencias que hayan podido tener en el pasado.

Esa mezcla y confusión de conflictos es probablemente lo más bello de El lado luminoso de la vida: David Russell, como ya lo había hecho en El ganador (aunque con mucho menos éxito), escruta un universo familiar minado por peleas y cuentas pendientes pero no buscando las grietas sino los pliegues, los puentes que acerquen a los personajes a pesar de sus miserias y rencores. El relato conspira para formar un improbable grupo familiar, un bloque desparejo y construido con materiales extraños pero curiosamente sólido en el que todos, incluso los que vienen de afuera, acaban por hallar un lugar. La escena en la que Tiffany prácticamente entra al clan Solitano es ilustrativa: ella le revela al supersticioso padre Pat que se equivoca con respecto a la relación que propone entre cábalas y efectos, le demuestra que en realidad la cosa es justo al revés. Así, superado y esclarecido en su propio terreno, Pat Sr. reconoce su error y tácitamente recibe a Tiffany en la familia. Algo similar ocurre a la salida del partido, cuando el guión sella la unión fraternal entre Pat, su hermano y su amigo Ronnie a través de una pelea.

La estrategia por la que supuestamente opta cada protagonista no es develada, pero la película sí muestra cuál es la suya. Además de la reunión con los seres queridos, incluso con aquellos con los que es difícil sentirse cómodos al principio, está la idea tener una meta, de un proyecto. Tiffany arrastra a Pat, con mentiras y un poco maquiavélicamente, a un concurso de baile. No es el amor por alguien sino la existencia de un propósito en común lo que lo arranca de su depresión; el establecer una disciplina, la necesidad de superarse y, claro, el horizonte de una competencia. Todo esto, que era el corazón de El ganador, en El lado… funciona a la manera de un aliento subterráneo que no hace visibles sus beneficios para la mente y el cuerpo hasta el final, cuando los personajes, después de haber trotado juntos torpemente al comienzo, puedan sincronizarse. Como en un musical clásico, el amor es pleno cuando los movimientos están en sintonía con los del otro, a pesar de que la banda de sonido que eligen Pat y Tiffany para el concurso tenga más de una canción y contemple uno o dos bruscos cambios de ritmo: ese descalabro músical y la manera en que logran acoplarse los representa en todas sus manías, complejos y arrebatos mejor y con más justeza de lo que lo haría cualquier diálogo.

El final es cálido y respetuoso: el encuentro de todos, ese unísono que la película propone casi como imposible durante mucho tiempo, resuena en unos pocos planos que quieren dar cuenta de una felicidad práctica, cotidiana; nada se sabe del cuadro psiquiátrico de Pat o Tiffany, nunca se establece que hayan superado o al menos comenzado a resolver sus conflictos. La enfermedad no opera como una explicación del carácter ni como un trauma a superar sino que se presenta como algo inherente a los personajes, a todos, estén diagnosticados o no por la psicología. En el fondo no hay nada para superar o aprender, solo queda convivir con esas taras lo mejor que se pueda, quizás al lado de una persona igualmente desequilibrada con la que se puede bailar una música esquizofrénica.