El (im)posible olvido

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Encontrar el modo de filmar la ausencia.

El realizador pone en juego sus diarios infantiles y, al cabo su propio cuerpo, de una manera que no reconoce ejemplos anteriores. La base del film es su historia de escape y exilio, con un padre secuestrado y asesinado por la dictadura.

“No tengo recuerdos de mi viejo”, dice Andrés Habegger en referencia a su padre Norberto, conocido periodista –llegó a ser vicedirector del diario Noticias– y alto dirigente montonero, que murió según se cree en algún campo de concentración de la dictadura, en julio o agosto de 1978. En ese momento Andrés tenía nueve años, una edad de la que suelen quedar recuerdos. Lo que no es fácil de procesar es la idea de que a papá lo mataron, y una de las respuestas posibles es borrar de la memoria todo lo que tenía que ver con él. Ahora, a los 40 y pico, Andrés Habegger –cuyo primer nombre es Camilo, en homenaje al cura revolucionario colombiano Camilo Torres, sobre quien Norberto Habegger escribió un libro– decide remontar la corriente de ese río, partiendo en un viaje que lo llevará a México y Río de Janeiro y que incluirá una investigación en presente sobre las huellas del padre. El (im)posible olvido se suma así a los films de no ficción argentinos sobre el padre o madre desaparecid@s, linaje que lleva de Los rubios a la reciente El Padre, de Mariana Arruti, y de Papá Iván a M. Si se quiere extender en cambio la serie a la de los padres muertos, en general, a los films mencionados se les podrían agregar Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky, y Huellas, de Miguel Colombo.

Elegida como cierre de la última edición del DocBuenosAires, de todas las películas mencionadas El (im)posible olvido es la que más se parece a un diario filmado. No sólo porque –no por casualidad– el cuerpo literal de un diario se inscribe en la película por partida doble. El realizador encuentra unos diarios que no recordaba haber escrito, en la época del Mundial 1978. Los escribió en cuadernos. Algunos de ellos son los clásicos Rivadavia. Otros llevan en la tapa, algo más ignominiosamente, la figura del gauchito, ícono del mundial. Está la imagen del diario, la letra del niño, los divertidos errores de ortografía (“voy a aser la comida” “se terminó el papel ijenico”) y está lo que se lee del diario en off, que parecería sintetizar, más allá de la voluntad del niño, la cotidianeidad del exilio mexicano: “Son las nueve de la noche. Voy a hacerme la comida. Mi papá todavía no llegó. Tengo miedo”, escribe el chico. Y después están las cartas que le mandaba el padre, que tenía que estar moviéndose todo el tiempo y que un día se va a ir y ya no va a volver. La lectura de varias de esas cartas, reservadas para el final de la película, tiene el efecto no de un mazazo emocional, sino de diez, cien o mil mazazos. Se aconseja estar prevenido.

En un diario el autor inscribe su propio cuerpo mediante la letra. En un diario cinematográfico la letra es el cuerpo. El cuerpo de Andrés Habegger, presente durante todo el relato, con una sonrisa que le anima el rostro y el timbre de barítono. Un diario reflexiona, piensa, dialoga consigo mismo. “Rio de Janeiro, una ciudad tan fotogénica”, comenta Habegger en off, no sin cierta ironía, dado que no llegó allí en plan turístico. Mira por la ventana del hotel. “No termino de entender cómo se filma la ausencia”, dice en voz alta. Nos dice, y la cuarta pared se rompe. Un diario no está hecho para ser leído y tal vez por eso puede permitirse decir lo que normalmente no se permite decir. “¿Ustedes no pensaban en esas cosas cuando decidían tener hijos?”, le dice Andrés a su madre, cuando ésta le recuerda las mudanzas en cadena durante la clandestinidad.

Un diario es íntimo, no tiene pudores: El (im)posible olvido es una de las escasas películas en las que el realizador se quiebra. El cronista no recuerda, en verdad, haberlo visto nunca. Andrés Habegger llora un instante apagadamente, cuando en una oficina de Rio lo ponen al tanto de información recientemente desclasificada sobre el secuestro de su padre, a cargo de un agente del ejército muy orgulloso del operativo. ¿Son obscenas esas lágrimas? Lo serían si estuvieran destinadas a algún fin, a lograr algo. A querer convencernos de algo, sacarnos algo, conseguir algo de nosotros. No parece. Para nada.