El hombre invisible

Crítica de Miguel Angel Silva - Leedor.com

Es indiscutible el hecho de que el director australiano Leigh Whannell sabe amalgamar de una manera brillante los mecanismos de los género de suspenso, terror y ciencia ficción. Y no solo sabe entretejer estos recursos sino que los mezcla de una manera tal que el resultado es un cóctel explosivo de pura adrenalina. Basta con ver su currículum, tanto de director como de guionista.

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Para empezar, Whannell escribió la espeluznante saga de horror gore Saw —y la creación de su criatura Jigsaw—. También fue guionista de las cuatro entregas de terror sobrenatural Insidious —Chapter 2, Chapter 3 y The Last Key—; del film Cooties (2014) en donde mezcla la comedia y el horror y, ya en su faceta de guionista como de director, se hizo cargo de Upgrade (2018) una película australiana en donde se aventura en la ciencia ficción y de El Hombre Invisible (2020), basado en la novela de H.G. Wells en donde la ciencia ficción deja paso a un cine de denuncia: el del acoso liso y llano. ¿Signo de los tiempos? Tal vez, pero el giro que Whannell le da a la historia —un clásico de ciencia ficción de todos los tiempos— es sumamente acertado y, quizás, más realista.

Así como Joker (2019) es Joaquín Phoenix y Judy (2019) es Reneé Zellweger —por nombrar películas del último año—, El Hombre Invisible es Elisabeth Moss. Su papel de mujer menospreciada, vulnerable y temerosa por el continuo acoso físico y mental a la que es sometida por un marido manipulador y psicópata —y para colmo de males, invisible— es sencillamente extraordinario. Cada gesto, cada mirada exorbitada, cada grito de impotencia y puro terror es tan contundente que merecería estar en las nominaciones a Mejor Actriz en los próximos Premios Oscar. Los demás protagonistas —Oliver Jackson como Griffin, su marido; Darriet Dyer, como su hermana y Aldis Hodge como el amigo policía— son solo sombras que aparecen en la historia para aportar contenido y espesor a una trama absolutamente vertiginosa.

A esta altura, todos sabemos que Elisabeth Moss es una de las grandes estrellas del firmamento de Hollywood que se lució como Peggy Olsen en la serie televisiva Mad Men y como Offred en la serie de Netflix El Cuento de la Criada, por el que obtuvo un Premio Emmy a Mejor Actriz. Es así que no es extraño que utilice todas sus herramientas actorales para encarar un nuevo proyecto, tanto si se trata de drama, de terror o de ciencia ficción. Y, en lo que respecta a El Hombre Invisible, todas estas variables están expuestas de una manera abrumadora. El daño psicológico que presenta su personaje es tan convincente como perturbador. Es por eso que esta película es enteramente ella y su papel como Cecilia.

Así como Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott es una película de terror envuelta en un contexto de ciencia ficción o como Blade Runner (1982) es un policial negro amparado también en el género de ciencia ficción, El Hombre Invisible es una película de terror psicológico que toma a la ciencia ficción como un paraguas para adscribirse al clásico de 1897, pero que no cumple con los requisitos del género, y eso es lo valioso y original de la propuesta.

Aquí no existe un suero experimental que vuelve invisible a los seres humanos. Sí existe un brillante ingeniero óptico que diseña un traje para tal fin. Precisamente es el marido de Cecilia, que luego de ser abandonado por ella decide utilizar este artilugio tecnológico para vigilarla, acosarla —como siempre lo había hecho— y violentar su psiquis mediante acciones que llevan al peligro de muerte a su propia familia y amigos. Claro, nadie le cree. Y menos cuando Griffin monta la escena falsa de un supuesto suicidio. Cecilia es vigilada constantemente por un ser invisible, ¿Cómo podríamos lidiar con eso? Y aquí se encuentra la doble lectura de este film. Sacando radicalmente las connotaciones fantásticas de la historia, El Hombre Invisible es un sólido alegato en contra de la violencia de género, y obviamente no me refiero a los géneros literarios o cinematográficos, sino a los personales. Es la visibilidad de la víctima, vaya la paradoja, mediante un ser invisible.

Influenciado por Darío Argento y David Lynch y por películas como El Resplandor (1980) de Stanley Kubrick y Réquiem por un sueño (2000) de Darren Aronofsky—dichas por él mismo en un reportaje—, Whannell utiliza el recurso del silencio absoluto en momentos de muchísima tensión o de una música atronadora en persecuciones y momentos de acción. Tanto unos como otros son de una factura técnica excelente, así como la vuelta de tuerca que hacia el final de la película nos deja verdaderamente sorprendidos.

Si bien hay algunas lagunas argumentales y errores de narración—en estos casos no hay otra manera que seguir el pacto de ficción—, son contrarrestados por una dirección impecable, en donde las diferentes tomas —primerísimo primer plano, contrapicados, plano secuencia y travellings— están puestos de una manera sumamente inteligente y estéticamente elegantes.

En resumen, esta versión del clásico de Wells está anclada más en un drama que nos aqueja en el día a día como sociedad; una sociedad que muchas veces hace caso omiso a denuncias de maltrato de género por creer que no existen, que son invisibles. En este sentido, si bien las coordenadas de ambos argumentos se distancian, los dos personajes que experimentan con la idea de la invisibilidad, tanto en el libro como en esta película, se llamen Griffin. Y los dos están completamente locos.