El Hobbit: La desolación de Smaug

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Después de una primera película accidentada que imitaba sin demasiado éxito la trilogía de El señor de los anillos, Peter Jackson logra con El Hobbit: La desolación de Smaug algo más parecido a un relato bien contado, que explora con un poco más de inteligencia su universo. Si El Hobbit: Un viaje inesperado apostaba más a explotar la cantidad de elementos que a aprovecharlos (había acumulación de personajes, de chistes, de conflictos y hasta las reapariciones de El señor de los anillos se amontonaban), la secuela encuentra un equlibrio siguiendo a unos pocos protagonistas como Gandalf, Bilbo o Bard, y cuando narra las aventuras del grupo de enanos consigue darles a casi todos una personalidad más o menos reconocible; a diferencia de la anterior, donde la compañía liderada por Thorin era una especie de masa informe de guerreros y bebedores, ahora finalmente se los humaniza (aunque quizás sería más correcto decir que el guión los “enaniza”). La aparición de Légolas, ausente en el libro, confirma la debilidad innata que exhibe El Hobbit como proyecto cinematográfico, pero el director se las arregla para volver interesante al personaje imaginándolo con un carácter menos bondadoso y más violento (quizás debido a su inmadurez). De a ratos el guión corre el peligro de convertirse en una mera seguidilla de aventuras, pero esta vez la película puede detenerse a retratar momentos y escenarios, mientras que la anterior parecía estar distraida y no poder fijarse en nada con demasiada atención. La entrada a la Montaña Solitaria, por ejemplo, representa un momento notable tanto de suspenso como de drama, y el pueblo marítimo de Esgaroth, antiguo centro comercial ahora sumido en la decadencia, se convierte en un espacio con habitantes reales (no estoy pensando en la caricatura que hacen Stephen Fry y su ayudante sino en los vecinos de Bard) que terminan por imprimirle carnadura a la misión de los protagonistas.

Eso sí, al igual que en la primera El Hobbit, Jackson tiende a engolosinarse con la tecnología y es capaz de pasar de la creación atardeceres digitales impresionantes a abusar de las posibilidades técnicas y llega hasta arruinar a Smaug, probablemente el personaje que más interes despertaba de la secuela. El cierto que el dragón, con su tamaño, su textura y su relación imposible con el espacio (está encerrado en un lugar muy pequeño y repleto de objetos) es un prodigio de la animación digital, pero Jackson, una vez develada la criatura, pone en su boca diálogos interminables y termina por quitarle cualquier misterio que hubiera podido conferirle al principio, cuando el monstruo apenas asomaba sus extremidades a través de las montañas de oro. Algo similar ocurre en la escena del escape de la guarida de los orcos: de tan exageradas las proezas que los personajes realizan mientras son arrastrados por la corriente en los barriles no solo no consiguen el impacto esperado sino que cansan y pierden intensidad; pareciera, por ejemplo, que Légolas es capaz de cualquier hazaña física imaginable, entonces todo resulta poco creíble incluso para un relato fantástico.

Para cualquiera que haya disfrutado de la trilogía de El señor de los anillos, el diagnóstico de El Hobbit sigue siendo el mismo que el de la primera película: Peter Jackson trata de emular, todavía sin demasiada suerte, la justeza y la belleza del trío original, compensando lo que aquella tenía de corazón con la mera suma de actores, conflictos y efectos digitales. Sin embargo, a pesar de ubicarse bastante lejos de esas tres cumbres del cine de aventuras, esta segunda entrega supera a la primera y muestra a un director más seguro, capaz de comprender mejor a los personajes y sus problemas, de esquivar un poco mejor la tentación de la simple acumulación y observar más en detalle el mundo que tiene delante suyo, que no por notoriamente artificial resulta menos subyugante. A su vez, esta capacidad para entender mejor ese mundo y sus criaturas permite que surjan relaciones impensadas con El señor de los anillos: por ejemplo, una y otra trilogía parecen contener en verdad el relato de unos herederos al trono amargados y taciturnos, que lidian como pueden con la misión inmensa que se les adjudica de un momento a otro: recuperar lo que les pertence, ganarse el derecho de ser reyes, gobernar y devolver la paz a los que serán sus súbditos. Más allá de los hobbits, elfos, dragones y todas las criaturas y los peligros que habitan en la Tierra Media, los libros de Tolkien parecieran ser antes que nada el cuento de reyes caídos en desgracia como Aragorn y Thorin que deben aprender a confiar en otros y a hacer amigos nuevos, como si todo fuera una suerte de road movie en clave fantástica.