El hijo de Saul

Crítica de Agustina Tajtelbaum - Toma 5

La humanidad entre el horror

Desde las lejanas tierras de Hungría y después de haber cosechado excelentes críticas en Cannes nos llega esta cruda ópera prima del director László Nemes. Aunque la Segunda Guerra Mundial se ha visto innumerables veces en el séptimo arte, esta vez nos encontramos con una parte un tanto ignorada: el sonderkommando. Se trata de un área separada de Auschwitz en la que los prisioneros son esclavos obligados a asistir a los oficiales nazis en sus tareas cotidianas. Así, son los mismos judíos quienes se dedican a preparar a otros judíos menos afortunados para las ejecuciones programadas y luego encargarse de separar sus efectos personales, quemar sus cuerpos, y deshacerse de las cenizas.

Saúl Ausländer lo hace en forma mecánica y sin observar realmente hasta que encuentra algo que no esperaba: reconoce uno de los cuerpos como el de su hijo. Enseguida, se entera de que un pequeño grupo del sonderkommando liderados por un kapo traidor a los nazis planea rebelarse y escapar. Sin embargo, a Saúl poco le importa ya que tiene otros planes: rescatar el cuerpo de su hijo, contratar un rabino y darle una apropiada sepultura. Aunque colabora con el grupo de rebeldes, pronto comienzan a sospechar de los verdaderos motivos de este hombre que nunca antes había mencionado a ningún hijo. ¿Era un secreto bien guardado o el hombre no está bien de la cabeza? ¿O bien es un espía nazi trabajando para evitar su pequeño escape?

Pero estas preguntas no son las principales que nos plantea la película, y de hecho casi no se nos plantea ninguna. Y es que gracias a una cámara que sigue a Saúl como sobre su hombro, vemos todo como él lo ve: un horror naturalizado, de una forma tan cruda que parece no importarle nada más que la tarea de darle sepultura a quien cree que es su hijo. Así la cosa, este prisionero tiene un espíritu bien vivo y no descansará hasta cumplir la misión que se ha impuesto, pasando por todas las áreas del sonderkommando. El protagonista parece haber depositado todo lo que le queda de humanidad en esta única tarea, sin prestar atención al monótono horror que lo rodea.

Está rodada en formato 4:3 y aunque resulte extraño a nuestra vista acostumbrada a la pantalla del cine, es un acierto. Así, el director saca del campo visual lo que pasa alrededor del personaje, que muchas veces está en primer plano. No vemos las clásicas escenas de matanza y tortura de Auschwitz sino que el drama está contado a través del protagonista. Los diálogos son escasos, en favor de las miradas y lenguaje corporal que nos hacen entender a este hombre abatido sin muchas palabras. Toda la fotografía que se utiliza en la película responde a la misma lógica: lograr un acercamiento íntimo y psicológico del personaje, sin caer en obviedades.

Responde a un estilo narrativo que evidentemente no es para todos: pocos diálogos, sin música, sin muchos efectos. Está contada desde lo visual, y nosotros mismos debemos tomarnos la tarea de narrador de poner en palabras toda esa tensión emocional, ese drama casi inexplicable. Es acertadísimo que presente una perspectiva inusual en un tema narrado hasta el cansancio como lo es el holocausto y la Segunda Guerra. No sólo la interpretación del protagonista es muy apropiada, sino que se la juega recurriendo a una destreza visual diferente que resulta funcionar perfecto. Y sobre todo, la contradicción de que nos muestre una máquina de muerte desde los ojos de alguien tan vivo.