El discurso del rey

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Candidata al Oscar a golpes de cálculo

Basta ver este retrato del rey Albert para imaginar una buena cosecha en los premios de la Academia de Hollywood, que suele celebrar la mixtura entre la comedia de salón, el film de época y la reconstrucción histórica, aunque se tome varias licencias.

“Para ser rey ya no basta con ponerse uniforme militar y montar a caballo; ahora hay que saber actuar”, le advierte Jorge V a su hijo Albert mientras ensaya un primer discurso radiofónico, allá por los años ’30 del siglo pasado. Albert mira a su odiado padre y traga hondo. Acaba de confirmar que si algún día el destino llama a su puerta –algo no tan improbable, teniendo en cuenta que el quinto de los Jorges es tan mortal como cualquiera y el heredero natural al trono, un tiro al aire–, la máscara real va a quedarle grande. Si algo no puede hacer el duque de York es hablar: sería incapaz de decir tea sin tartamudear. Habrá que enseñarle a hacerlo, no sea cosa que un día tenga que declarar la guerra y no pueda pronunciar la palabra war sin cortes y quebradas. Ese día va a llegar. Hacia ese instante exacto en el que una nación entera y hasta el mundo parecen depender de una alocución fluida se dirige, entera, El discurso del rey. En los escasos minutos que dura la declaración de guerra inglesa al Tercer Reich –minutos que una astuta dilación dramática extiende como si se tratara de eternidades–, la película que tiene por protagonista a Albert Edward Arthur George de Windsor halla su clímax. Allí se celebra a la vez una épica de la monarquía que hasta entonces se había mantenido astutamente disimulada.

En la senda de otras winners –desde La locura del rey Jorge hasta La reina, pasando por Shakespeare apasionado–, El discurso del rey es la más lógica favorita de la Academia de Hollywood este año. Se trata, al mismo tiempo, de una comedia de salón, un film de época, una reconstrucción histórica y la más inglesa de las películas posibles, reuniendo en una sola varias de las condiciones que permiten alzarse no con una estatuilla, sino con un montón. No por nada producida por esos viejos lobos del Oscar que son los hermanos Weinstein, El discurso... aspira nada menos que a doce. Va a obtener la mayoría, empezando por el de mejor película y siguiendo por el de mejor actor. Este último será el más justo (el único justo, diría uno de esos insolentes que nunca faltan): en el papel del Rey Tarta, Colin Firth es una verdadera olla a presión de nervios, neurosis, furia y tesón. El guión del veterano David Seidler (único pergamino previo, la coescritura del Tucker de Coppola) hace foco en la relación entre el hombre que será rey y el que le allanará el camino. ¿Su Rasputín, acaso? ¿Su Svengali, su Doolittle, su confesor, su Freud? Encarnado por un Geoffrey Rush que no por nada aparece como productor asociado, el doctor Lionel Logue es, asombrosamente, todo eso junto. Pero antes que nada el terapista de habla del hombre al que, con herética confianza, se permite llamar Bertie.

“Señora Jones”, falsea su verdadera identidad la futura Queen Elizabeth (Helena Bonham-Carter, también nominada), en la impresentable sala de espera del doctor Logue, que no tiene diplomas ni secretaria. Cuando descubra quién es su nuevo paciente, Logue palidecerá, pero no por mucho tiempo. Para que la relación entre ambos funcione como relectura de otras parejas cómicas, the man who would be king y el common man australiano (que tal vez no sea doctor siquiera) deben estar a la par. La química está probada y funciona, propulsada aquí por el más británico ping pong de diálogos cáusticos, certeros, epigramáticos. Cuando el acomplejado duque advierte al plebeyo que no lo llame Bertie, aquél le hace saber que en su consultorio el único rey es él; el tartamudo irrecuperable renuncia en la primera clase, pero el otro, como un experto jugador de bridge, sabe que va a volver; el rígido heredero arruga la boca ante la más mínima muestra de distensión, y el terapista transgresor lo obligará a putear, cantar y bailar. A liberarse, para liberar el frenillo.

¿Que no resulta muy creíble que un miembro de la ultraconservadora familia real británica se permita semejantes libertades? El discurso del rey no aspira a la credibilidad sino a la seducción, contando con el personaje de Logue por abrepuertas. Apuntando a la identificación del espectador, el desparpajo con que el tipo desacraliza la corona –más propio de un punk contemporáneo que de un súbdito del siglo pasado– llega a niveles tales que termina sentándose en el trono (¡antes que el nuevo rey lo haga por primera vez!) y enmendándole la plana al mismísimo arzobispo de Canterbury, al que Derek Jacobi compone casi casi como el demonio mismo. Film de cálculo por excelencia, El discurso del rey conquista a la plebe de espectadores con su distensión y sentido del humor y la trampea con su distorsión de datos históricos y personales (el futuro rey como hijo desfavorecido, hermano desplazado y padre perfecto, nunca como el filonazi que dicen que fue), para rendirse finalmente ante la monarquía, el más previsible de los triunfalismos dramáticos y la seriedad del drama de tiempos de guerra, casi como aquellos films ingleses de propaganda de los ’40.

En el camino se saluda a la actual reina de Inglaterra (hija de Jorge VI) como niña encantadora y responsable, a Churchill como caricatura de sí mismo (Timothy Spall ganaría de punta a punta el Oscar a la sobreactuación) y corona, queda dicho, a un Colin Firth que ya en la previa Sólo un hombre mostraba una saludable complejización de su proverbial contención. Formado en la BBC, el realizador Tom Hooper altera aquí y allá la impersonal funcionalidad de su estilo con erupciones de grandes angulares. Como actos fallidos visuales, esas lentes parecerían querer deformar, aunque sea por unos segundos, la visión de un establishment ante el que El discurso del rey inclina con reverencia su testa de súbdito.