El desierto

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Plaga Zombie: flojo debut para la película de terror argentina, "El desierto"

El desierto es una película argentina de terror y romance, dirigida por Christoph Behl.

Lo que hoy conocemos como Nuevo Cine Argentino irrumpió en la década de 1990 y se consolidó gracias a nuevas generaciones de directores, críticos y espectadores que empezaron a hacer, entender y ver el cine de otra manera, acompañado de festivales (principalmente el Bafici) y respaldado por el Incaa. Paralelamente, comenzaron a surgir modos de producción más independientes aún, películas amateurs hechas por amigos que preconizaban una cinefilia de género, deudora del Hollywood clase B (Farsa producciones es un claro ejemplo). Pero todo centro tiene sus márgenes, y los que quedaban fuera de la corriente en boga se largaron a rodar sin dar más vueltas y sin ajustarse a los requisitos que exigía el Incaa, demostrando que era posible filmar una película con escasos recursos económicos.

Es entre estos dos paradigmas donde se ubica El desierto, filme atípico que comparte características de ambas maneras de hacer cine y que está dirigido por un nombre desconocido, un documentalista alemán radicado en argentina llamado Christoph Behl.

El desierto es básicamente el retrato de tres personajes que viven encerrados en una casa y que se disputan inconscientemente un amor no correspondido: el de Jonathan (William Prociuk) por Ana (Victoria Almeida), que en realidad ama a Axel (Lautaro Delgado), quien no sabe si ama a Ana. Afuera acecha el peligro, los muertos vivos rodean el lugar y la amenaza se hace sentir a través de un sistema de parlantes y micrófonos que los tres jóvenes instalaron en la casa para controlar y prevenir la avanzada zombi. No saber dónde están exactamente, ni cómo es el mundo exterior, ni quiénes son ni cómo llegaron hasta ahí, es un acierto. Están las huellas de George A. Romero, por supuesto, y de John Carpenter.

Sin embargo, la película no llega a ser una de zombis completamente, sino más bien un drama romántico con zombis, hecho a base de pinceladas minimalistas, una historia de desamor que su director intenta contar en clave de terror. El resto es ocio y languidez que se distribuyen entre videojuegos, prácticas boxísticas y un interminable entrar y salir de una especie de confesionario a lo Gran Hermano, donde graban en una cámara analógica las cosas que sienten, que hacen y que les pasan día a día.

Hay varios planos que no agregan información, ni ayudan a que la trama avance (cuando están haciendo fuego en la parrilla del patio, entre otros). El bajo presupuesto, la elección del color, la puesta en escena que en todo momento quiere resaltar la atmósfera apocalíptica y austera, el encuadre indie y los planos cortos (una cámara pegada a las caras de los personajes) son algunos de sus rasgos formales.

Si bien la representación del terror está fuera de campo (a excepción del zombi cautivo) también es cierto que el terror verdadero, el que viven ahí adentro, el de la convivencia, está en foco permanente. En este caso el terror, una vez más, no es la amenaza que acecha desde afuera sino la que está adentro, tanto en las proximidades de un cuarto como en el interior de los personajes.