El depredador

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

Rápido y furioso

El nuevo Depredador es más imponente, feo y virulento que su antecesor, y llega a la Tierra en busca de ADN. La nueva trilogía de Shane Black recién comienza.

“Ser distinto no es un trastorno, es otro paso de la cadena evolutiva”, dice uno de los personajes de esta cuarta secuela de Predator, sexta si se cuentan las dos versus Aliens. El destinatario del elogio es Rory McKenna, un chico de seis años que padece cierta clase de autismo, muy probablemente Asperger, dada su habilidad para hacer cosas que ni los científicos de la NASA pueden entender. La frase, dicha al paso a mitad de The Predator, es casi el eslogan que subyace a la mayoría de las películas sobre superhéroes y súper villanos que vienen haciéndose desde Alien para acá. Es una tendencia hacia lo inclusivo que se acentúa en los últimos años, al ritmo de la sociedad. Si la impulsa o la refleja es otra cuestión, más difícil de dilucidar, pero en este film de acción y ciencia ficción el héroe no es una mujer sino un chico, capaz de hacerle frente al monstruo de turno, un Depredador más grande y virulento que los depredadores conocidos. Más efectivo, tanto como Rory.
The Predator se distingue del film original por el uso del artículo, y esa mínima distinción no parece casual. Su coguionista y director, Shane Black, fue guionista y actor de reparto de aquella Predator de 1987, y quiere retomar (un poco a espaldas de Predator 2 y Predators) la historia en donde fue abandonada por el film de Arnold Schwarzenegger. La película se inicia cuando un comando liderado por Quinn McKenna (Boyd Holbrook) intenta desbaratar a un cartel en la selva mexicana. La operación es abortada cuando una nave interplanetaria cae en el territorio; de la misma emerge un gigante Depredador que aniquila a todo el comando exceptuando a McKenna, que escapa de las garras del alienígena quedándose con su máscara y uno de sus brazaletes. Al día siguiente, empaca los artefactos y los envía por correo a su casa desde un pueblito mexicano. Su curiosidad lo pone al margen de la ley, y en su ausencia es Rory quien recibe las armas extraterrestres, descubriéndoles, sorprendentemente, su uso.

Un poco después, McKenna es detenido por un grupo de hombres de negro que lo suben a un camión junto a desertores y parias del ejército, una especie de comando en el presidio que se hace llamar Grupo 2. El camión está junto a un laboratorio donde científicos de la NASA investigan a un ejemplar de Depredador, que aparece atado y sedado en una mesa de disección. Allí llega la doctora Casey Bracket (Olivia Munn), una reconocida bióloga que oficia como los ojos del espectador, infiltrados en esa especie de ultra moderna Área 51. Bracket tendrá su momento Ripley. Cuando Rory active su brazalete a distancia éste emitirá una señal que despertará al Depredador dormido, y causará una masacre. Entonces, Bracket y el Grupo 2 se lanzan a la caza. Esta vez, a diferencia del film original y su saga, se invierte la lógica.

¿Por qué se persiguen los dos Depredadores? ¿Quién es el nuevo, gigante invasor? La doctora Bracket es los ojos del espectador y la voz argumental: los Depredadores buscan mejorarse mezclando su ADN con el de otras especies, y parte de ese ADN que los hará mejores habita el planeta Tierra. El antiguo, el clásico Depredador es como el anquilosado Arnold de T2: volvió para defender a los humanos. ¿Con qué propósito?

Lo que se anuncia como una trilogía apenas deja sentadas las bases en esta primera entrega. Los motivos no se deducen tanto por los hechos sino más bien por los enunciados, algo inverosímil para un film de acción. Y no sólo eso. Hay bastante desprolijidad en el montaje de las escenas, como si el metraje original hubiera sido en realidad mucho más largo, depurado y compaginado a las corridas en el último minuto. Hay sí, en cambio, mucha acción, mucha sangre y humor hasta en los diálogos. Shane Black es fiel a su estirpe e inserta todos los clichés de los ochentas en un film modelo 2018 plagado de efectos especiales. Hay algo confuso en el acople, como el film pretendidamente (pretenciosamente) mudo The Artist, de 2011. En ese desconcierto se escapan las razones que motivan a esta nueva saga, o al menos las que trajeron de vuelta a semejante criatura del espacio exterior.