El ciudadano ilustre

Crítica de Beatriz Iacoviello - El rincón del cinéfilo

Según Brecht, son sombríos los tiempos en que la gente pide que se ledescargue de la preocupación de defender sus intereses reales y su libertad. Son los tiempos del hombre cínico, que abomina de la sociedad y desprecian sus convenciones, y son los tiempos también del disidente, que no quiere someterse a los hechos consumados y, a contracorriente, toma partido por la libertad. Esencialmente ese es el concepto que manejaron Gastón Duprat y Mariano Cohn, cerrando su trilogía iniciada por “El artista” (2008), continuada en “El hombre de al lado” (2009) y finaliza con “El ciudadano ilustre”, en donde los protagonistas chocan con la realidad de un ser que solo enfrenta lo cotidiano para sobrevivir, y al que no le interesa los valores de otro cuyo alimento radica en la cultura. En “El ciudadano ilustre”, con guión de Andrés Duprat, que consta de un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El volcán y La cacería), mantienen la idea de insistir en una reflexión sobre la cultura y a la vez sobre la condición humana.
Herbert Read decía, en su libro “Al diablo con la cultura”, que: "la actitud política característica de nuestros días no es de fe positiva, sino de desesperanza”. Por lo tanto, sostenía, desde esa premisa que se observan ciertas predisposiciones en la sociedad en las cuales muchos individuos se refugian y buscan seguridad en el anonimato del rebaño y en la rutina, sin que parezcan tener ambiciones más allá de subordinarse, y funcionar de acuerdo a los mandatos de un ser superior o un hombre que con voz un poco más alta y un dedo acusador pueda dirigir ese rebaño.
Precisamente, Read recuerda a Nietzsche, como el primero que llamó la atención sobre el significado del individuo como una medida dentro del proceso evolutivo. La relación entre individuo y grupo es el origen de todas las complejidades de la existencia. En este proceso, el individuo acaba viendo primero deformados sus instintos y luego finalmente inhibidos. Gracias a un rígido código social, la vida se convierte en convención, conformismo y disciplina, de la que escapan seres anárquicos como los artistas.
Según Herbert Reed: “Desde que la democracia tomó la forma de concepción política clara, en los tiempos de la ciudad–estado de Atenas los filósofos partidarios de dicha concepción tenían que vérselas con la anomalía del artista . Han entendido que, por su propia naturaleza, el artista es incapaz de encajar dentro de la estructura de una sociedad igualitaria. Es – indudablemente - un inadaptado social, un psicópata, a juicio del vulgo. Para los filósofos racionalistas, como Platón, la única solución era expulsarlo de la sociedad. Un racionalista moderno seguramente le recomendaría que se sometiera a tratamiento para curarlo de su neurosis.”
Carl Jung habló de "arquetipos del inconsciente colectivo", consistentes en complejos factores psicológicos que dan cohesión a una sociedad, y en la propuesta de Duprat y Cohn se ve claramente el manejo de esos arquetipos y de sentimientos como la envidia que de acuerdo a Dante Alighieri en el poema del Pugatorio de “La Divina Commedia”, era: "Amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos.", ya sea un premio o dinero o poder.
“El ciudadano ilustre” es reflejo de lo anteriormente dicho, pero además una reflexión sobre el proceso creativo, de un personaje de ficción, que representa a los artistas reales. Es también el sufrimiento de un artista, de un hombre, que debe luchar contra las presiones que se ejercen sobre su persona, representadas por – en este caso - una editorial que exige un próximo libro, compromisos para dar conferencias y un pueblo que busca reconocimiento a través de él, pero luego lo expulsa , como sostenía Platón, de su sociedad.
El absurdo es el hilo conductor de la trama. Un absurdo que tiene leyes inamovibles y muestra a los personajes en toda su alteridad. El protagonista es un héroe absurdo que debe decidir si vivirá o morirá, enfrentado a un universo “súbitamente despojado de ilusiones y luces”, diría Camus. En “El ciudadano ilustre” hay una constante tensión entre su deseo y lo que debe hacer, relacionada con el regreso su pueblo de donde nació, Salas, y el mundo en el que eligió vivir. Entre la vida pueblerina, simple y plagada de envidias y enconos y, la gran ciudad, Barcelona, con otro tipo de problemática, pero tampoco exenta de los males que afectan al pueblo
Mantovani el escritor, ganador de un premio Nobel de Literatura, regresa como el hijo pródigo, que puso de relieve en los medios de comunicación del mundo a su pueblo, Salas, pero que desde su primera pisada en suelo argentino todo se vuelve caótico y absurdo. Tal vez esta evocación del escritor vilipendiado y agredido sea un pequeño homenaje a Manuel Puig, al que se lo consideró héroe y villano en su pueblo natal General Villegas, y murió en Cuernavaca (México).
Quien haya vivido en un pueblo alguna vez recordará el dicho de “pago chico, infierno grande”, las mezquindades están a flor de piel, y el mal gusto, se disemina por doquier, especialmente en la muestra de pintura en la que se debe elegir un ganador, que por cierto ya estaba declarado. También está presente la cordialidad auténtica del hombre humilde que ofrece un mate sin reclamar nada, ni siquiera un gracias.
El absurdo que tiñe al filme está relacionado con la entrada y salida del pueblo por Mantovani. Entra subido a un camión de bomberos con el intendente y la reina de la belleza a su lado y sale también de pie en una camioneta de noche y sin sirenas, pero sin saber que tal vaya hacia la muerte.
Pocas veces es observable en la cinematografía argentina un retrato tan descarnado de la torpeza, de la picardía criolla, de los fanatismos, de ese sentimiento del ser nacional, que nadie sabe explicar bien que es, pero que es importante manifestar.
La excelente actuación de Oscar Martínez permitió dejar lucir a sus antagonistas como: Andrea Frigerio, Manuel Vicente y Dady Brieva, y todo un elenco de figuras secundarias: Marcelo D’Andrea, Ivan Steinhardt, Belén Chanover, Larquier Tellarini, cuyos escasos recursos gestuales supieron aportar la profundidad requerida en la intencionalidad de los directores de mostrar oculta tras una comedia agria y delirante, la máscara de un gran cinismo que recuerda nadie es profeta en su tierra, y que el éxito es algo que se paga con el rechazo y la agresión.