El cisne negro

Crítica de Nicolás Sorrivas - Twitricos

METAMORFOSIS

Qué lejos quedaron los tiempos en que Natalie Portman se hacía mundialmente conocida por interpretar a la frígida Padme en Star Wars: una joven de gestos rígidos, un bloque de yeso difícil de trabajar, un alma impenetrable. Hoy, más de diez años después, Portman se desafía a si misma con la película más extraña de su carrera y un papel que seguramente la condecorará con el gran premio de la Academia.

Nina Sayers (Natalie Portman) es una bailarina clásica más dentro de su compañía, hasta que un día es elegida para interpretar el rol principal en la nueva puesta de El lago de los cisnes. Thomas, el director, interpretado por el genial Vincent Cassel, ve en ella un perfecto cisne blanco. Sin embargo, la verdadera encrucijada de la película va a llegar cuando Nina se entere que además de interpretar a la pequeña princesa de la obra deberá interpretar a su malvada hermana, el cisne negro. Entonces, la casta bailarina deberá dejar de ser ella para lograr su complejo personaje.

Quizás por esta metamorfosis, la primera parte de la película nos encuentre con una Natalie Portman insoportable, de una voz chillona y una impermeabilidad extrema, donde literalmente los personajes secundarios pasan a su lado arrasándola. Vale la pena hacer un paréntesis para nombrar al tríptico de actrices que revolotean alrededor de Nina cortándole sus alas: Bárbara Hershey, Winona Ryder y Mila Kuni, tres bailarinas en diferentes etapas de su carrera que aún llevan tatuada en su cuerpo la palabra competencia.

Desde el comienzo, El cisne negro se define como una película de géneros mixtos que va desde un logrado melodrama (relato enmarcado dentro de la historia de El lago de los cisnes) hasta un complejo y oscuro thriller psicológico de rasgos sobrenaturales y donde nuevamente observamos la transformación.

La obsesión de Nina se hace literal cuando su propio cuerpo es víctima de una mutación. Alejada de técnicas de actuación pasadas de moda, el personaje se encarna en la bailarina corrompiéndola o liberándola (según el cristal con el que lo miremos), haciéndole crecer alas y llenándola de plumas tan negras como las de los cuervos. En este preciso momento, Natalie Portman deja de ser Natalie Portman. Al menos como la conocíamos hasta El cisne negro.

No voy a poner en duda las capacidades actorales de la actriz (al menos las alcanzadas por esta película). Sin embargo, me es inevitable nombrar la máxima de las artes escénicas y audiovisuales: “detrás de todo gran actor debe haber un enorme y gigantesco director”. Porque si hay transformación, si hay metamorfosis, es porque Darren Aronofsky está metido en todo esto. Y, si bien, El cisne negro no es su mejor película, no hay dudas de que ha logrado perfeccionar su técnica.

Para los que preferimos películas viscerales e imperfectas, El cisne negro resulta marcadamente inferior a Pi o a Requiem para un sueño. Como si Aronofsy, un excéntrico cisne negro capaz de producir las más extrañas puestas en escena, se esté aburguesando, se esté volviendo en un perfecto cisne blanco sin vida.

Sin embargo, los aciertos de la película comienzan a aparecen promediando la última media hora cuando, finalmente, el ballet de Chaikovski es puesto en escena. En pleno éxtasis, se nos despliegan veinte minutos de pura penetración audiovisual y nosotros, los espectadores, nos liberamos de todo aquello que nos rodea dejándonos atravesar por la transformación. Es que El cisne negro es una película para ver en el cine. Como corresponde.