El amante

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

El frenesí y la frialdad de una clase

Los ceremoniosos preparativos de una cena, al comienzo –con lugares estratégicamente asignados en una gran mesa, un ir y venir de vajilla, y personal de servicio actuando como en los prolegómenos de una operación bélica–, recuerdan a Larga vida a la señora (1987, Ermanno Olmi), pero acá el centro de todas las atenciones (y precauciones) no es una anciana sino el patriarca de los Recchi. Los buenos modales no ocultan la tensión, incluso el temor, hacia ese pariente cuyas palabras pueden definir el rumbo de la vida de los demás, como de hecho sucede, ya que durante la comida anuncia a quiénes cederá su poderosa empresa textil.
El relato comienza entonces a seguir a los integrantes de ese núcleo familiar que, aunque moviéndose en ámbitos lujosos, se ven frágiles, inseguros, infelices. Y la película elegirá, entre ellos, a Emma, mujer rusa casada con el hijo de aquél hombre poderoso, madre introvertida, no del todo cómoda en ese mundo. En la piel de Tilda Swinton (actriz de mirada profunda, que ya había interpretado a una madre conflictuada en Impulso adolescente), este personaje se alza como síntoma de un estado de malestar y confusión en medio de los ritos hipócritas de esa burguesía acomodada… y acomodaticia: el imperio parece haber tenido contactos con el fascismo y ahora busca fusionarse con capitales internacionales con el sólo fin de acrecentar su riqueza.
Muchos han encontrado en El amante vínculos con el cine de Luchino Visconti (1906/1976), y, ciertamente, este grupo familiar tiene mucho de los que bien supo retratar el director de El gatopardo, pero Luca Guadagnino (1971, Palermo, Italia) propone un espectáculo más pomposo, pleno de pliegues y coqueteos plásticos. El melodrama crece predecible, con ribetes operísticos, hasta alcanzar su clímax en sus últimos tramos, pero lo enrarece la soltura de la cámara, con violentos travellings, imágenes fuera de foco y abruptos primerísimos primeros planos. A los ambientes imponentes, los espejos y las escaleras, se suman la luz febril de Yorick Le Saux y la música intensa, recargada, de John Addams.
Este furor audiovisual y la frialdad de los personajes se corresponden con los rasgos de esta clase, capaz de atravesar instancias trágicas, o algunas formas de decadencia, con egoísmo y lúgubre elegancia.
Algunas decisiones de Guadagnino como director y co-guionista parecen mejores que otras: el amorío homosexual de la hija o la fugaz aparición de imágenes de Filadelfia (1993, Jonathan Demme) en el televisor como incentivos para Emma, por ejemplo, son aciertos que compensan la desdibujada caracterización de los hijos varones o la tendencia al desborde artificioso. Aún así –y aunque no se aleje demasiado del clisé de la mujer adinerada insatisfecha que procura liberarse–, El amante tiene una fuerza y una sensualidad poco comunes en el cine actual.