El abrazo de la serpiente

Crítica de Diego De Angelis - La Izquierda Diario

La voz del otro

El abrazo de la serpiente (2015), la última película del talentoso director colombiano Ciro Guerra -premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata y candidata a la mejor película extranjera en los premios de la Academia- comienza con las siguientes palabras escritas por el etnólogo alemán Theodor von Martius en su diario de viaje, a principios del siglo xx: “No me es posible saber si ya la infinita selva ha iniciado en mí el proceso que ha llevado a tantos otros a la locura total e irremediable. Si es el caso, solo me queda disculparme y pedir tu comprensión, ya que el despliegue que presencié durante esas encantadas horas fue tal que me parece imposible describirlo en un lenguaje que haga entender a otros su belleza y esplendor; solo sé que cuando regresé, ya me había convertido en otro hombre”.

El epígrafe establecerá desde el principio, acaso como advertencia de lo que sucederá luego, la señal de una imposibilidad. Imposibilidad que será sobre todo narrativa: no es posible contar –por la incompetencia del lenguaje; pero en este caso preciso, por la impericia del lenguaje occidental- una experiencia transformadora.

Recién después del epígrafe asomará la primera imagen del film: un indio en cuclillas observa ensimismado, como si esperase la evidencia de una amarga revelación, el lento fluir del río. Pero la contemplación de Karamakate, un poderoso chamán del Amazonas, será interrumpida de inmediato por la llegada de una canoa. Hacia él se acercará otro indio que traerá consigo, en grave estado de salud, al propio Von Martius. El indio solicitará la ayuda del chamán, le suplicará que salve la vida del etnólogo. Pero no será fácil convencerlo: el resentimiento de Karamakate hacia los blancos es considerable, los culpa de haber arrasado con la comunidad de los Cohiuanos, su propia tribu. Y sin embargo, luego de discutir un poco y meditarlo otro tanto, aceptará, y juntos los tres, sobre una endeble canoa, se desplazarán por el temible “infierno verde” en busca de la Yakruna, una misteriosa planta oculta capaz de curar almas enfermas. Exactamente la misma situación sucederá unos cuantos años después, cuando Karamakate, avejentado y atravesando ya sus últimos días, reciba la visita de otro blanco, la de un etnólogo norteamericano, quien preguntará, también él, por la misma planta, pero para resolver una dificultad de otra índole: la incapacidad de soñar.

La película de Guerra se ocupará del recorrido de ambos viajes, alternando casi fantasmagóricamente los acontecimientos de cada expedición. Como un clásico relato de aventuras –el film se asienta en esa referencia genérica -, las dos canoas cruzarán el río, transitarán por distintos territorios y se encontrarán con una misma y triste realidad: la violencia sufrida por la comunidad indígena, la paulatina pérdida de su cultura. Serán testigos silenciosos de una guerra por el predominio del caucho, uno de los principales recursos del territorio amazónico. Los enfrentamientos permanecerán fuera de campo. Durante un feroz desalojo, simplemente escucharemos a los nativos escapar desesperados al grito de “¡Ahí vienen los colombianos!”. El trasfondo político del film será entonces recomponer qué sucedió en el Amazonas a principios del siglo pasado. Porque tal vez sea allí, en la disputa por la tierra de los indígenas, donde se encuentre el origen de la violencia en Colombia.

El abrazo de la serpiente es, como la anterior película de Guerra –Los viajes del viento, 2008- la historia de un viaje. Un viaje que, también como en aquella oportunidad, reflejará una exploración formal. El film está filmado en blanco y negro. Decisión audaz y circunscrita, en primer lugar, al período representado, al verosímil del género sugerido: el blanco y negro de las pretéritas fotografías de expediciones. Por otra parte, su utilización buscará provocar una suerte de expansión perceptiva. La apreciación sensible del Tiempo. Reconstrucción de una travesía hacia un pasado determinado, narrado a partir de un punto de vista que suele ser elidido y que diferenciará la narración de otra de sus referencias insoslayables: Herzog. El que observa aquí es el indio. Su voz será puesta en primer plano. Incluso desde la exposición de su propio idioma, lo que suscitará en el espectador una impresión de extrañamiento, como el rumor leve de un secreto inaudito.

En este último aspecto, el film colombiano presentará una dificultad sustancial: hasta qué punto será posible percibir en él la cosmogonía indígena, más allá de su respeto por la naturaleza, de aquello que la naturaleza sería capaz de ofrecer si se la respetara. Hasta qué punto será posible recuperar la complejidad de su perspectiva.

En definitiva, en qué medida El abrazo de la serpiente podrá salvarse de la tentación por una exposición redentora de su exotismo, de una representación tranquilizadora -y por eso mismo inofensiva- de ese Otro con frecuencia silenciado. La transmisión del conocimiento ancestral que la película reclama por su evidente peligro de extinción terminará por resultar trivial. Acaso lo que apuntábamos al principio, lo que la película anunciaba veladamente al comienzo: la imposibilidad. Imposibilidad que no deslegitima los méritos de una buena película, pero que sí reduce su enorme potencialidad cinematográfica.