Dulces sueños

Crítica de Jessica Johanna - El Espectador Avezado

La nueva película de Marco Bellocchio (Vincere, Sangre de mi sangre, Bella addormentata y una extensa filmografía) está basada en la novela autobiográfica, best seller del periodista Massimo Gramellini. Una historia que es como la vida: a veces linda y dulce, otras tantas dura y triste y siempre con un aire de misterio, con huecos que uno va intentando llenar.

En este caso, Massimo vive una niñez idílica. Su madre es una mujer a la que percibe alegre y jovial, que baila y canta como si viviera en un permanente estado de enamoramiento, con la cual ven televisión recostados en el sofá y abrazados, realizan actividades creativas y simplemente son.
La cámara la observa como lo hace su propio hijo, enamorados de esa mujer. Pero una noche sucede algo que él no entiende, y su madre desaparece. Como es muy pequeño, no se atreven a decirle las cosas como son: que está en el hospital, que está con Dios, que eligió cuidarlo como un ángel de la guarda, que sufrió un infarto espontáneo.
Esa noche va a marcar la vida de este hombre, con un relato que va y viene en el tiempo para mostrarlo en diferentes etapas, niño, adolescente y adulto. Aquella noche su madre se fue y quedó en él un agujero que nunca pudo llenar y que lo convirtió en una persona llena de preguntas y muy pocas respuestas.
Es quizás eso lo que lo lleva a convertirse en periodista. Massimo termina convertido en un adulto incapaz de sentir. Se mueve por la vida, por su trabajo, por sus relaciones con las personas del sexo opuesto, de un modo mecánico. Esto se ve claramente en la secuencia de Sarajevo, donde asiste como periodista y ve de frente las consecuencias horribles de la guerra y no parece pasarle nada al armar el encuadre para la mejor foto. O responder ante el beso de una chica en medio de una fiesta sin inmutarse, pero sin negarse tampoco.
La película del reconocido director italiano está construida a través de momentos. A veces éstos no parecen ser fundamentales o no tener una relación clara entre uno y otro, pero lo cierto es que los detalles van marcando todo lo que sucede y el modo en que su protagonista lo vive. Cerca del final especialmente es que nos damos cuenta de cómo todo está relacionado con todo.
Una fallida búsqueda de respuesta a través de la religión, el acercamiento al periodismo a través de su pasión por el fútbol, el suicidio de un entrevistado que presencia y mueve su carrera, el éxito repentino que surge a través una carta editorial que contesta donde se abre quizás por primera vez con ese ímpetu sobre la ausencia de su madre, el refugio que encuentra solamente en algo ficticio como lo es la figura de Belgafor, a quien veía junto a su madre, y la aparición de una doctora que de a poco comenzará a hacerlo sentir, a bailar, besar, dejarse llevar… quizás para en algún momento poder dejar ir.
El uso de la música (muy presente a lo largo de todo el film y que sirve además para ir marcando las diferentes épocas) y las interpretaciones terminan de conformar esta muy recomendable película. Quizás se destacan Barbara Ronchi como esa madre y figura tan presente aun más en su ausencia,
Emmanuelle Devos como la madre de un compañerito que en medio de su normal adolescencia no logra apreciar lo que Massimo no tiene, Berenice Bejo como esa doctora y mujer que de a poco va a ir poniendo un poco de luz en su vida y Nicolò Cabras como el Massimo más pequeño, el único que protagoniza escenas con Ronchi y entre quienes se percibe una química casi hipnótica.
Dulces sueños es una película enorme. Es una película sobre la vida, con lo abarcativo y vago que eso suena. De hecho, al conocer la trama uno podría esperar un melodrama lleno de lugares comunes que apelan a la lágrima fácil, y en cambio el resultado termina generando una emoción genuina a medida que uno va creciendo con el personaje principal.