Dulces sueños

Crítica de Gerard Casau - Otros Cines

El nuevo film del mítico cineasta italiano -responsable durante más de cinco décadas de gemas como I pugni in tasca, El diablo en el cuerpo, La nodriza, Vincere y Buongiorno, notte- es una transposición de la exitosa novela autobiográfica de Massimo Gramellini sobre una infancia marcada por la tragedia y sus implicancias en la vida adulta. Valerio Mastandrea y la argentina Bérénice Bejo protagonizan esta película presentada en la apertura de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, cuyo estreno local cuenta con el auspicio de OtrosCines.com

Dulces sueños se estrenó en Cannes en simultáneo con Julieta, de Pedro Almodóvar, y uno sospecha que los protagonistas de ambas películas podrían entenderse bien, pues ambos están afectados por un dolor sordo y sostenido, provocado por la ausencia de un ser querido. En el film de Marco Bellocchio no hay hijas desaparecidas, pero sí una madre que, tras desearle a su hijo Massimo dulces sueños, se quita la vida. Aunque las causas de la muerte parecen obvias, la familia rodea al niño de un círculo de mentiras y eufemismos (“ella llevaba mucho tiempo rezando a Dios para que la dejara subir con él y convertirse en tu ángel de la guarda”, le dice sin mucha convicción un párroco) que lo acompañará hasta la vida adulta.

De apariencia más asumible que la inmediatamente anterior Sangre de mi sangre, Dulces sueños esconde numerosas audacias bajo su traje melodramático, viajando por los recuerdos de Massimo (el personaje y, también, Massimo Gramellini, autor de la novela de aire autobiográfico en que se basa el film) en un constante trajín de tiempos y edades, que apenas nos da tiempo a familiarizarnos con las distintas situaciones y personajes.

Como también sucede en Julieta, los caracteres que aparecen en el film no definen su peso por el tiempo que aparecen en pantalla, sino por el rol determinante que juegan en un preciso instante de la existencia del protagonista. Así, vemos desfilar a amigos, novias y familiares que, de un modo u otro, acaban remitiendo al espectro de la madre; un vacío intolerable que Massimo trata de llenar por varios medios: utilizando la religión con fines ingenuamente prácticos, encomendándose a la figura de Belphégor (villano de un serial televisivo que le da órdenes y le protege), y desarrollando una desatada pasión por el calcio (el piso donde vive su niñez está justo enfrente del estadio del Torino, y es la fiebre de las gradas el primer estímulo que contrasta con su luto) que, una vez adulto y con las fatigadas facciones de Valerio Mastandrea, lo llevará a dedicarse al periodismo, saltando de la sección de deportes a actuar como corresponsal de guerra, y haciéndose célebre mediante la respuesta a una carta de un lector que afirma sentir deseos de matar a su madre.

Todos estos paliativos imaginativo-profesionales quedan elocuentemente resumidos en la pared de la habitación infantil de Massimo, donde el crucifijo aparece rodeado de las distintas alineaciones del equipo de su vida. Al fin y al cabo, no es casual que Massimo sea tifosso del Torino, un conjunto cuya existencia también está marcada, todavía hoy, por el duelo hacia su mítica plantilla de 1949, que murió al estrellarse su avión en Superga, a las afueras de Turín.

Es muy posible que en unas manos menos sabias que las de Bellocchio, Dulces sueños resultase un empacho apolillado, pero su delicadeza a la hora de enlazar recuerdos con un montaje de gran musicalidad, repleto de rimas e intuiciones (el salto en trampolín o la caída de un objeto por la ventana son resonancias del precipicio materno), y su control de los volúmenes tonales (y también acústicos: el “¡No!” que grita el padre al saber de la muerte de su esposa es uno de los más terribles que se han escuchado recientemente en un cine) logran que la película caiga casi siempre de pie (el casi correspondería a algún segmento, como el de la Sarajevo destruida por la guerra, que no acaban de encontrar su encaje, o su rima, con el resto del metraje), haciendo de ella, en última instancia, una obra que concibe a la Madre como un misterio. No hay mejor ejemplo de ello que ese primer plano, uno de los mejores que ha dado el Festival de Cannes 2016, en que en el rostro de la actriz Barbara Ronchi la sonrisa se junta con las lágrimas.