Dredd

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un robocop suelto en un nido de narcos

La cuestionable ideología que representa el (anti)héroe, que al comienzo y al final aclara que el único orden posible es el que impone la policía, queda salvada al mostrárselo como robot humano, una máquina sin razón, moral o sentimiento.

El cine de acción parece haber descubierto el valor de los edificios como espacio dramático. En Attack the Block, lanzada meses atrás en DVD con el título Ataque extraterrestre, el monoblock donde vivían los protagonistas, pandilla adolescente marginalizada, era invadido por unos monstruos peludos, caídos desde algún rincón del espacio. En The Raid: Redemption, editada el mes pasado como La redada, la policía indonesa tomaba a sangre, fuego y patada limpia el edificio-cuartel general de un temible mafioso. Ahora sucede algo semejante en Dredd 3D. Como la anterior, la película casi entera –basada en la historieta británica Judge Dredd, que a mediados de los ’90 inspiró la muy poco inspirada película homónima, protagonizada por Stallone– transcurre en una torre cerrada, donde maquinales policías del futuro y narcos despiadados libran su guerra a muerte. Con la diferencia de que ésta tiene 200 pisos, un centro de control inteligente y a partir de determinado momento queda literalmente clausurada, cuando los anfitriones bajan las cortinas metálicas y la convierten en cárcel hermética, de la cual no parece haber escapatoria.

Como saben quienes hayan leído la historieta, en el futuro de Dredd a los policías se los llama “jueces”. Condensación de una sociedad que no guarda mucho respeto por la división de poderes, los tipos, motoqueros de casco y armadura, reúnen la potestad de juzgar, sentenciar y castigar, incluyendo la condena a muerte y ejecución express. Recurriendo a un tropo característico del policial, su superior le pide al experimentado juez Dredd (el neocelandés Kart Urban, de cuyo rostro el casco deja sólo a la vista la punta de la nariz y la boca) que salga de patrulla con la novata Cassandra Anderson (Olivia Thirlby, conocida por La doble vida de Juno y la serie de HBO Bored to Death). La chica no tiene ninguna experiencia ni otra condición a la vista. Lo único que parece tener es mucho miedo. Sin embargo, cuenta con una dote que no cualquiera: puede leer la mente de quien sea, como si fuera transparente.

Investigando un triple crimen, la blindada pareja irá a parar, como hormigas en un nido de arañas, al rascacielos en el que reina Ma-Ma (la bella Lena Headey, transfigurada y con terrible costurón en la mejilla derecha). Líder de una banda de narcotraficantes, a la hora de matar a alguien Ma-Ma manda despellejarlo primero y tirarlo después desde el piso 200. No sólo eso. Antes de tirarlo, le da una pipa llena de la droga que comercializa, llamada Slo-Mo (abreviatura de slow motion). El efecto de la droga es el que su nombre indica: el que la toma experimenta todo como si fuera mil veces más lento. Caídas al vacío incluidas, claro. Con Dredd y Anderson adentro del edificio, Ma-Ma baja las cortinas y promete un premio para quien se los entregue. Sobre guión de Alex Garland (autor de la novela La playa y del guión de Exterminio), el esquema dramático de Dredd 3D se reduce a eso: la batalla –hecha de tiros y crueldad, pero también de materia gris– del par de hormigas contra el ejército de arañas. Una concisión dramática que se corresponde con la parquedad del héroe, robocop que después de tirar a alguien por el balcón dice “yeah”.

También resulta pertinente el diseño visual: a diferencia de la corriente mayoritaria, aquí el 3D del título sirve para algo. Para trabajar los diferentes planos del encuadre, por ejemplo, con variedad de superficies traslúcidas, reflejos y objetos en primer plano. Para darle volumen al scope, con estallidos de cristales y lluvia en copos. Todo ello en ralenti, claro, que para eso sirve el Slo-Mo. De “irrealismo sucio” podría calificarse el planteo visual de Anthony Dod Mantle (brazo derecho de Danny Boyle, desde Exterminio en adelante), consistente en saturar colores (con predominancia de verdes apagados, rojos bermellón y el dorado de los disparos), para luego pasar sobre ellos un barniz turbio, expresión de ese futuro de metal herrumbrado. La película del muy ecléctico Pete Travis (dirigió el drama político irlandés Omagh, el thriller político Puntos de vista y el drama políticamente correcto Endgame) combina la ultradigitalización con un gore que es más visual que visceral. La pátina digital hace que primeros planos de una mejilla estallando en ralenti, una cabeza aplastándose contra el piso o los frecuentes baldazos de sangre parezcan más de videoarte que verdadera violencia física. La cuestionable ideología que representa el (anti)héroe (que al comienzo y al final aclara, en off, que el único orden posible es el que impone la policía) queda salvada al mostrárselo como robot humano, una máquina sin razón, moral o sentimiento.