De dioses y hombres

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

La vida en juego

Queda claro que el propósito del director Xavier Beauvois (1967, Auchel, Francia) ha sido alzar un trágico hecho real como síntoma de la intolerancia que se agita tras la apariencia civilizada de la Europa actual.
Lo que describe De dioses y hombres –éxito de público y crítica en su país de origen– es la situación de peligro que atravesaron ocho monjes trapenses de origen francés en una aislada zona montañosa de Argelia, amenazados por un grupo fundamentalista islámico, década y media atrás, debido a su convivencia y solidaridad con pobladores musulmanes, y cuyo epílogo fue el secuestro y asesinato de casi todos ellos. Tomar este episodio y presentarlo con seriedad es encomiable, incluso teniendo en cuenta que el caso permanece sin resolución desde 2003, y que darle difusión internacional puede ser una manera de recordar que al accionar de los fanáticos islámicos se sumó, después, la negligencia de los tribunales franceses.
El film comienza registrando la sencilla rutina de los religiosos, hasta que (en una escena excelentemente realizada) un grupo de jóvenes colaboradores son cruelmente atacados, irrumpiendo dramáticamente la violencia. Desde entonces, irá lentamente creciendo la sensación de tensión y de ahogo: literalmente entre dos fuegos (el Ejército comienza también a perseguirlos, por su supuesta colaboración con los terroristas), los monjes no sabrán si quedarse acompañando a los pobladores, cumpliendo con su vocación, u obedecer los consejos de las autoridades políticas, que les insisten que se vuelvan a Francia para salvar su vida. Una y otra vez reflexionarán sobre los pasos a dar, intentando vanamente encontrar una explicación a lo que sucede. “Los hombres no hacen el mal de forma tan completa y convencida como cuando lo hacen por convicciones religiosas”, recuerda amargamante el padre Luc (entrañable Michael Lonsdale), citando a Pascal.
Dirigida y actuada con calidad y precisión, a De dioses y hombres le interesa lo que les pasa a estos religiosos como grupo, sin reparar en la historia de ninguno de ellos en particular, contando esta difícil etapa de sus vidas en forma cronológica y sin música adicional, con lentos travellings descriptivos y primeros planos atentos a gestos, miradas, sonrisas o alguna lágrima. Habrá un momento en el que, por fin, estos hombres se permitirán tomar vino y escuchar música de un grabador, instancia a la que (por razones que no conviene adelantar aquí) el director reviste de cierta solemnidad.
Beauvois filma sin audacia pero de manera competente, guiando hábilmente la mirada del espectador, por ejemplo encuadrando rostros con un parsimonioso movimiento de cámara durante una modesta ceremonia popular a la que asisten los monjes.
Es cierto que el film resulta, en cierta manera, previsible (ni siquiera falta la trillada confesión del monje diciendo que ha estado enamorado de una mujer antes de escuchar el llamado de Dios), con una visión algo idílica de la vida monacal, pocos pliegues en su relato (la escena en la que el terrorista fuerza al padre Christian a darle la mano, insinuando un posible entendimiento, es una excepción) y un abordaje que no es nuevo en el cine (Salvador y Golpes a mi puerta son dos ejemplos), pero es indudable su importancia exponiendo dilemas en torno a temas generalmente ignorados en los discursos de la posmodernidad: el valor de la vida, la entrega por un ideal o por principios religiosos, el sacrificio por los demás, la validez de la redención, la fe como instancia superior (o no) a la propia vida, la aceptación de las barreras culturales, la tolerancia. Como medio para la discusión saludable sobre estas cuestiones, De dioses y hombres se destaca dentro del panorama del cine actual.
Resulta exterior, en cambio, como film religioso, demorándose en triviales escenas de rezos y cantos litúrgicos que dudosamente logren conmocionar al espectador. Basta pensar qué hubieran hecho (o qué han hecho) los hermanos Taviani con elementos semejantes, para no remontarse a Dreyer o a Bresson. O, para nombrar a directores franceses contemporáneos, la sensación de verdadero enamoramiento y alucinación mística que Alain Cavalier y Bruno Dumont lograban extraer de las miradas de Catherine Mouchet en Thérèse (1986) y de Julie Sokolowski en Entre la fe y la pasion (2009).