Custodia compartida

Crítica de Pedro Garay - El Día

“Custodia compartida”, de Xavier Legrand.- Si uno no supiera que se trata de la ópera prima del actor Xavier Legrand, pensaría al ver “Custodia compartida”, ganadora del León de Plata a mejor dirección en Venecia, que está frente a la obra de un avezado autor capaz de manejar géneros y tonos con experta solvencia: filme de tres actos, cada parte propone un giro sutil pero radical en la forma, cada cambio tiene una intención y es desarrollado con gran eficacia.

En la primera escena queda definida la forma de la primera parte: un padre, una madre y sus abogados discuten sobre la custodia de un chico. Él pide custodia compartida, ella pide que por favor no, jura que su ex marido ha tenido conductas inapropiadas, violentas, él desmiente. La jueza mira desaprensiva las acusaciones cruzadas, los trata de mentirosos a los dos con burocrática frialdad. Todo indica que estamos ante una nueva entrega de ese cine francés de estética realista, casi documental, que ha dado algunos de los exponentes más intensos del país europeo en los últimos tiempos, desde “Entre los muros” hasta “120 latidos por minuto”.

Legrand juega con esta forma durante la introducción: algunos comportamientos del papá parecen exasperados, pero también algunos de la madre, que se resiste a dejar que el padre vea al hijo aún cuando la jueza así lo ha dictaminado. La cinta parece en esa primera media hora retratar puntos de vista opuestos de manera ecuánime, buscando mostrar no tanto quién tiene la razón como los efectos de un divorcio en un chico, atrapado en el fuego cruzado.

Pero de esa descripción realista, casi periodística, la cinta se extraña minuto a minuto: el padre se revela violento, persigue a su ex, agrede a su hijo, y mientras la película avanza, durante el tramo medio, en la denuncia de la violencia doméstica, avanza hacia el terror que estalla en el final.

Algunos especialistas consideran esta caída al abismo como la porción menos interesante del filme: la lectura analítica y distanciada queda anulada ante la aparición de un villano más grande que la vida, parte de la convención de un género que rara vez apuesta por la sutileza. La película se torna más panfletaria, menos matizada.

Pero Legrand pretende escapar de esa desaprensión realista, esa distancia fría, y ensayar un relato descarnado del terror psicológico de las víctimas de violencia (el terror es, después de todo, la metafísica del cine).

El director hace gala de su manejo de las convenciones narrativas, genera efectos y atmósferas intensos con una economía de recursos y un puñado de recursos clásicos como el uso del fuera de campo, de la oscuridad y, sobre todo del silencio. En esa escena final: el silencio (clave de otra cinta valiosa que continúa en cartel, “Un lugar en silencio”) construye suspenso pero también opera como una carnal metáfora del silencio de las víctimas, de la parálisis metafísica, del pánico.