Cuando ellas quieren más

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

En 2018 se estrenó Cuando ellas quieren, una historia sobre cuatro amigas que compartían amistad y un club de lectura desde hacía más de 30 años. Pese a sus diferentes profesiones y estados civiles, a sus sesenta y pico encontraban en la intriga sexual de la novela erótica 50 sombras de Grey –por entonces en su pico de popularidad- el perfecto disparador para interrogarse sobre el deseo y el amor en tiempos de madurez. Las protagonistas eran Jane Fonda, Diane Keaton, Mary Steenburgen y Candice Bergen, estrellas que al pasar los 60 apenas si conseguían roles que no fueran el de una anciana matriarca o una simpática abuelita. La astuta jugada del productor Bill Holderman, devenido en director, consistía en imaginar esa fraternidad femenina como un terreno fértil de complicidades, de un humor nada original pero efectivo, y de sendas historias de amor que rezumaban la chispa de una segunda oportunidad.

Cinco años después llegó la secuela. El preámbulo de Cuando ellas quieren más explica ese largo hiato en una sesión de Zoom que rememora el encierro de la pandemia e instala la urgencia del reencuentro. El disparador ya no es aquel best seller casi olvidado de E.L James sino el inminente casamiento de Vivian (Jane Fonda), la independiente administradora de hoteles que después de toda una vida ha decidido darle el sí a Arthur (Don Johnson), su viejo amor de la adolescencia ¿Y qué mejor manera de despedirse de tan custodiada soltería que con un viaje por la Toscana a puro prosecco y canciones románticas? El plan surge de la nostalgia de Carol (Steerburgen) quien tras el cierre de su restaurante y el hallazgo de un viejo diario imagina un viaje por Italia como celebración del futuro arrebatado a la pandemia junto a sus amigas. Sharon (Bergen) y Diane (Keaton) completan el grupo y evocan aquel gesto cómplice de El club de las divorciadas, hit de los 90 que amalgamaba vendetta y musical, en este caso reimaginado bajo un tono más amable de disfrute y reconciliación, donde viejos amantes serán nuevos esposos y los canales de Venecia traerán las mieles de un tiempo recobrado.

Es previsible que, en este tipo de narrativas, Italia nunca se eleve de la postal y resulte apenas un mero decorado para brindis, bailes y algunos devaneos sexuales. Pero lo imperdonable es que Holderman no haya explorado algún resquicio de ese inmenso universo alrededor de sus personajes, más allá de plantarlas frente a los paisajes de la Toscana con una luz plana y sin matices, en planos que revelan una singular desconexión del entorno, amontonando tropiezos que terminan por ahogar la genuina química entre las actrices.