Corazones de hierro

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Corazones de hierro comienza y uno tiene la sensación de estar ante una película de guerra ligeramente original, con un toque de distinción que la separa en parte del grueso del género. El director trata de fundir dos registros casi contrapuestos: un realismo brutal y que no teme retratar la violencia más despiadada es acompañado por una búsqueda estilística preocupada por la generación de una atmósfera. Así, a un asesinato sanguinario cometido por el protagonista (al que la película presenta acuchillando por la espalda a un enemigo) le sigue una serie de imágenes de una enorme carga poética con algo que parece un ejército de tanques oxidándose silenciosamente en el campo de batalla: la niebla, el fondo y el encuadre calculadísimo, sumados a esa estampa desolada que quiere hablarnos sobre los despojos de la guerra, proveen de un paisaje casi metafísico. La estrategia de Ayer es más o menos exitosa durante los primeros minutos, cuando el guión todavía puede permitirse observar la miseria del combate armado sin necesidad de contar una historia ni de establecer conflictos claros. Pero cuando el género impone sus convenciones, la película trastabilla y deja ver que no tiene idea de cómo producir un relato sin recurrir a burdos subrayados; el trabajo climático del principio no fue más que una licencia que el director parece haberse tomado antes de echar a andar su torpe máquina de narrar.

El grupo de soldados desequilibrados comandado por Don Collier, apodado “Wardaddy”, es un rejunte ya no de clichés o de lugares comunes (después de todo, de esa clase de insistencias se nutre cualquier género) sino de criaturas estereotipadas y chatas a las que los actores no saben cómo insuflarles algo de vida o un poco de credibilidad. El creyente, el rebelde, el extranjero (mexicano, en este caso) y el nuevo (e inexperto, no apto para el oficio bélico), son dirigidos por un líder carismático que disfruta adoptando una pose de insondable sabiduría y que mantiene la disciplina con la rigidez de un padre severo pero comprensivo. Las escenas se suceden y cada personaje pareciera gritar a los cuatro vientos sus bondades y defectos, como si el guion temiera que no comprendamos del todo bien qué rol juega cada uno. Finalmente, el realismo se impone, y el tan gastado motivo de retratar los horrores de la guerra se adueña de la película: Wardaddy, interpretado por un Brad Pitt que parece continuar en clave trágica al Aldo Raine asesino de nazis de Bastardos sin gloria, es pintado rápidamente como un jefe autoritario y paternalista que se cree con la misión de educar al nuevo recluta que cae bajo su mando; la escena en la que el protagonista obliga a su protegido a dispararle a un soldado alemán desarmado, rodeados de un montón de norteamericanos que festejan distraídamente la ejecución, molesta por su patetismo y por su intento de shockear a cualquier costo, sin ideas ni una planificación visual interesante. Antes que la ética (o que la falta de ella) del protagonista, la película devela la suya: van pocos minutos de metraje y el director es capaz de cualquier bajeza y exceso con tal de ilustrar sus tesis más bien pobre que podría formularse así: “la guerra envilece a los hombres pero también los pertrecha de valores para sobrevivir”. El resto de las desdichas con las que deberá vérselas el grupo serán de un tenor parecido, comenzando por la escena imposible de la comida en la casa de dos mujeres alemanas.

La película se vuelve tosca, aparatosa, un mero dispositivo de exageración cada vez más inverosímil que intenta cumplir con el rutinario objetivo de impresionar al espectador mostrando a hombres curtidos por la guerra, apenas cuerdos y con una ética distorsionada y ajustada malamente a la situación. La religión, que al comienzo apenas parecía constituir un rasgo de uno de los personajes, cerca del final cobra importancia hasta que se apodera de todo el último tramo: las acciones finales de los personajes están puntuadas con comentarios sobre Dios, su misión en la tierra, y por la lectura (y reconocimiento) de pasajes de la Biblia.

Ayer, sin embargo, hace algunas cosas bien: quizás no exista otra película que aproveche tan bien y durante tanto tiempo el espacio interno de un tanque. El vehículo resulta una compleja máquina que requiere del trabajo sincronizado de sus integrantes para sembrar debidamente la destrucción; un movimiento de más o un disparo errado pueden significar la aniquilación instantánea. Las escenas de combate adoptan una escala notablemente humana: hacer que el tanque se desplace de un punto a otro, que ataque a sus enemigos, poner en práctica una maniobra de evasión, todo parece una tarea titánica que necesita de sangre fría, concentración y del talento de varios especialistas. Una escaramuza puede durar varios minutos, los disparos pueden alejarse del blanco en más de una ocasión; la sensación de protección inicial que sentimos cuando la cámara se instala dentro del vehículo se transforma en peligro cuando se toma conciencia de su lentitud y de lo complicado de su ingeniería. Ayer sabe que el fuerte de su película está ahí adentro, con los protagonistas clavados en el interior de las entrañas del tanque; la cámara se acostumbra al encierro de ese útero blindado y termina fijando a cada personaje en su rol, ya sea preparar y cargar los misiles, dispararlos o solo conducir. Al menos en eso, la película renueva discretamente el género explotando un espacio históricamente vedado que acá se convierte en una verdadera geografía dramática.