Conjuros del más allá

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

El enigma de otro mundo

Cada vez que se estrena una película como Conjuros del más allá (The Void) es para celebrarlo, más allá de que su resultado no sea del todo satisfactorio. Contra la solemnidad fruncida de cierto cine mainstream de autor, las películas de terror que son conscientes de la tradición de cine a la que pertenecen, y que hacen gala de un desparpajo clase B, a veces

son mucho más disfrutables que esos tanques taquilleros desprovistos de humor y alabados por la crítica.

Conjuros del más allá es una película canadiense dirigida por Jeremy Gillespie y Steven Kostanski que cuenta con una estética orgullosamente lovecraftiana y un espíritu claramente carpenteriano, y cuya historia transcurre en una sola noche y en un solo lugar (un hospital).

De ahí que se haga evidente su conexión con el mundo cinematográfico de John Carpenter, sobre todo con La cosa (1982), en el sentido de que acá también hay pocas personas encerradas en un espacio aislado que tienen que luchar contra una entidad exterior (lo que hace que se convierta en una historia de supervivencia).
Pero como ya se dijo, Conjuros del más allá no sólo es carpenteriana sino también lovecraftiana, y el escritor estadounidense H. P. Lovecraft se hace presente en las ambiciosas ramificaciones del argumento, en su estilo sobrecargado y su denso barroquismo místico de horror espacial y ciencia ficción monstruosa, y en la sensación de inseguridad y de oscuridad que transmite.

Más allá

Y como si esto fuera poco y la trama no fuera demencial, la película se atreve a ir más allá de la mezcla de estos dos mundos (el de Carpenter y el de Lovecraft) y agrega elementos de otros subgéneros del terror, como por ejemplo el de sectas, ya que muestra a unos misteriosos personajes con largas túnicas blancas, al mejor estilo Ku Klux Klan.

Conjuros del más allá es una película nacida de la hibridez de subgéneros y del amor por los géneros marginales.

Es puro horror cósmico y pesadilla mística clase B. Una verdadera delicia monsteril que luce con orgullo la plasticidad gore y analógica de sus imágenes, como si se tratara más de una película de terror de la década de 1980 que de ahora.