Competencia oficial

Crítica de José Tripodero - A Sala Llena

EL SHOW DEL CHISTE

A esta altura, el corpus de obra perteneciente a Mariano Cohn y Gastón Duprat tiene una línea temática que es bastante transparente; la burla desde un pedestal bajo el disfraz de comedia negra correctiva sobre el mundo de las artes, en general. El pequeño hiato de 4×4 solo fue un desvío para exponer una serie de ideas sobre la “inseguridad”, las cuales se presentaban como un eco vacuo que ponía sobre tierra las fallas del funcionamiento de un sistema, en contra de las posibilidades individuales. En ese punto también se puede pensar el cine de esta dupla, porque cuando se trata del arte también hay una comezón que no les permite presentar sus propias ideas sino desglosar conceptos e ideas preconcebidas.

Competencia oficial nace de la idea del prestigio, esa necesidad que tienen algunos por trascender, como lo que le sucede a un empresario farmacéutico español después de cumplir 80 años. Su primera idea es construir un puente que lleve su nombre, para luego donárselo al Estado. La segunda, que brota repentinamente, es producir una película. Su asistente convoca a “la mejor directora”: Lola Cuevas (Penélope Cruz), realizadora de obras que tuvieron una llegada en el circuito de festivales, mas no en el público general. Hasta aquí, la alusión a dos nombres propios es evidente; por un lado el empresario no es otro que Hugo Sigman (dueño de la productora K&S y, también, empresario farmacéutico) y la directora es Lucrecia Martel. Cohn y Duprat no escatiman en trazos bien gruesos para contornear las figuras de ambos. El empresario es bruto, ni siquiera leyó el libro que compró para la transposición cinematográfica y repite la palabra “mejor” cada vez que puede para mensurar la calidad artística. Lola Cuevas es excéntrica, desborda un carácter hiperbólico en su presencia física, en su dialéctica con los actores; sus maneras formales escapan a los cánones. En la ausencia de sutileza ambos directores se muestran más sueltos y punzantes, como por ejemplo en los dos momentos en los que ella se encuentra experimentando con el sonido. El trabajo meticuloso en el aspecto sonoro de Martel la diferencia del resto, por mostrarse preocupada por aquello que muchos desprecian. Construir a un personaje con el fin de reírse no es un problema necesariamente, pero darle todas las características de una persona para señalar que hay una falla en el arte (aquí el cine) por su culpa es poco menos que insultante.

Los actores elegidos para los dos papeles importantes también representan estereotipos: Antonio Banderas es el actor que trabaja para el entretenimiento (casi en una composición meta de sí mismo) y Oscar Martínez es el intérprete de método, al que se lo considera un “maestro”. La grieta, un concepto sobre el que Cohn y Duprat se regodean desde antes de la aparición del término, está desde un principio: mientras Martínez llega en un taxi al primer ensayo, Banderas arriba con su joven novia en un auto deportivo de color naranja. Las diferencias y fricciones entre ambos van en escalada, también potenciadas por la propia directora en los ensayos extravagantes. En una bolsa de personajes desagradables, al menos como están presentados aquí, es difícil generar empatía por alguno de ellos. En una escena en la que ambos actores terminan de ensayar, antes de salir Banderas hace un comentario misógino y homofóbico sobre una mujer que espera fuera de un recinto. Luego Martínez (quien hizo caso omiso a los dichos) le presenta a quien es su mujer. En ese remate solo hay silencio, no hay incomodidad ni vergüenza, es por ello que la recepción del espectador podría mostrarse igual de indiferente. Al margen de los intereses temáticos de los directores, la película se sumerge en un espiral de chistes, observaciones y posiciones de los personajes, incluso trastabilla en la previsibilidad de los momentos dramáticos más determinantes.

Competencia oficial es un chiste interno puesto en forma de película, en la idea de mostrar en público lo privado como si se tratará de un telón que se levanta sin permiso para que todos miren. En la canchereada de pensar que se le quita el velo a algo que está escondido, los directores caen en su propia fosa, porque de toda la cartilla sobre la creación de una película, Cohn y Duprat creen que ninguna de esas posibilidades les salpica. La discusión rancia de “cine arte” y “cine espectáculo” es la base de esta película, que solo exuda modernidad y progreso -según ambos directores- en las locaciones fastuosas donde se desarrollan la mayoría de las escenas. La única reflexión arriba al final, a partir de una voz en off rústica que direcciona el sentido como si fuera un piloto automático, pues Cohn y Duprat subestiman a todo el mundo incluso a sus propios espectadores. Precisamente una de las tantas ideas que uno de sus personajes esboza más de una vez, por si no quedó claro.