Cocote

Crítica de Daniel Núñez - A Sala Llena

“Para mí el estilo es solo el exterior del contenido, y el contenido, el interior del estilo, como el exterior y el interior del cuerpo humano. Ambos van juntos, no pueden ser separados”.

Jean-Luc Godard

Entender el cine desde una perspectiva godardiana es interpretar las formas bajo un prisma que jamás interpela sobre las bondades del experimento, instantáneo (como su cine) y liberador. Godard sostenía su dialéctica en base a un universo de ideas e imágenes que intentaban profesar nuevas formas, las cuales parecían existir con el fin de resucitar la obra cinematográfica. Él creía que el cine, en parte, ya estaba acabado. Con la llegada de los 70 emprendió su peregrinación divina hacia una fe en el fílmico menos absoluta, y emancipado de ella forjó una unión sagrada con el video. Eso que parecía un disparate se transformó en disparador, haciendo que la mera experimentación estética pasase a un plano trascendente. Godard creía firmemente en la imagen, en el registro a 24 cuadros por segundo, sin importar el formato. Su cine siempre tuvo formas más allegadas al video, al experimento, que al fílmico -Imaginen Sin aliento (À bout de souffle, 1960) filmada en video y no hallaríamos mucha distancia.

Hablar de Godard y su cine es expresar un triunfo involuntario. Esa visión (o trofeo, por qué no) sigue latente hasta el presente. Me atrevo entonces a decir que Cocote (2017) es legado y parte de ese enorme triunfo. Un manifiesto sobre la experimentación cinematográfica bien entendida, sin actos de artificio maleducado.

Cocote ejerce dicha experimentación bajo conceptos godardianos y -paradojas aparte- los enumera de manera entomológica. Esos reglamentos, antes insospechados, transfiguran también ese mismo cine, pues aquel se metamorfosea con el paso del tiempo. El cine ante todo se adapta. Su realizador cambia del registro documental al fílmico y luego al digital, y del color al blanco y negro. Trabaja sobre distintas texturas y cuando puede esconde la cámara tras cortinas, bordes de muebles y hasta personas. Algunos primeros planos, en un elegante blanco y negro, nos recuerdan aquellas proezas pioneras y vírgenes de la Nouvelle Vague, entre diálogos y registros de lo cotidiano.

La gracia es saber dónde y cuándo hacer los cambios de formato sin que resulte caprichoso; un deliberado cóctel estético. Por ello Cocote expone su lado documental cuando el registro de lo cotidiano, en ese pequeño pueblo extasiado por sus creencias (católicas, evangélicas) lo requiere. Como si la cámara, con su necesidad de transmitir el mundo, fuese único testigo de quienes con elocuencia nos hablan del mal rondando la zona. Por momentos ese dispositivo (la cámara) se vuelve objeto del mal, como si de un diablo voyeur se tratase: espía gallinas, cabras y perros que (nos) muestran los dientes en momentos donde la presencia humana es nula. La cámara entonces se vuelve signo del mal porque quizá no terminamos de entender ese mundo, tal vez jamás podríamos ser parte de él. Y si nos atrevemos a hablar del mal, de un mal que duerme mientras deja a los humanos hacer sus fechorías, podemos mencionar a Chabrol, otro influencer de la Nouvelle Vague. En su cine, plagado de asesinatos impunes y una sensación de muerte acariciando la nuca de cada ser bajo la lupa de la cámara testigo, el mal siempre triunfa. Cocote lleva a cuestas todos esos elementos.

En el film – que mezcla involuntariamente las manías experimentales de Godard y las formalidades narrativas de Chabrol- ese acercamiento a un movimiento que sirvió como respuesta subversiva allá por los 60 no se torna ilógico. Con su tono tragicómico, rupturista, esquiva por momentos los conceptos clásicos que parece (el parece es una aclaración que remite al engaño) ir tejiendo en medio de algunas ideas que pueden alienar al público (se detiene por momentos muy extensos a indagar sobre cómo esa gente toma la religión y adapta su cultura a ella). Su fin, su cometido, se vuelve entonces netamente funcional. Ese todo nos recuerda que se puede hacer cine de manera novedosa, aún cuando muchas de sus ideas ya fueron plasmadas décadas atrás.

Cocote cuenta una historia de venganza. Alberto, jardinero evangelista, abandona su trabajo para una acomodada familia de Santo Domingo. La excusa es volver al pueblo que lo vio crecer a partir de la noticia del fallecimiento de su padre. En medio de un paraje selvático que a veces resulta paradisíaco y otras salvaje e inhóspito, el protagonista se debatirá entre su fe religiosa y la posibilidad de enfrentarse a quien degolló, como gallina sin suerte, a su padre. Su familia le reclama no solo su fe, sino que tome las riendas y actué.

En el transcurso del relato, Alberto será testigo de un largo ritual fúnebre, en un mundo casi olvidado por Dios y plagado de quienes claman por su divina presencia. Errante, y a la vez prisionero de sus decisiones y creencias, el personaje caerá en una espiral de oscuridad y violencia.

Nelson Carlo de los Santos Arias construye un film que exhibe ciertas temáticas ancladas en el cine latinoamericano (religión, violencia, clases sociales, poder), pero escapando a formalidades evidentes como lo pintoresco y la denuncia (Ciudad de Dios es un claro ejemplo). Hay escenas contundentes filmadas con precisión, así como otras que defienden el poder del registro instantáneo e intuitivo del documental, sin reparar en su imperfección. Dicha contradicción estética, más que confundir agranda su potencial, entre el desequilibrio cinematográfico amateur y la habilidad profesional del experimentado.