Coco

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Al comienzo, en adornos de papel que funcionan como viñetas, se cuenta la saga familiar de los Rivera, que empieza cuando un hombre abandona a su mujer y a sus hijos para seguir una carrera como músico. La historia es menos interesante que la orfebrería con la que se la narra: en recuadritos de papel agujereados que cuelgan en la calle y que, además del drama de los Rivera, presentan un universo colorido y con figuras recortadas que se mueven con gracia de un papelito a otro. Coco nos recuerda que los placeres de la animación pueden ubicarse más allá de los relatos.

El viaje del protagonista, su reencuentro con sus antepasados y los peligros a los que se enfrenta parecen poca cosa ante la maravilla del mundo (los mundos) que presenta Lee Unkrich: el de un México atemporal estallado de colores vibrantes que chocan unos con otros, y el de la tierra de los muertos, más apagado y nocturno, que se enciende fugazmente el Día de los Muertos y que condensa la miseria que le falta al otro. Coco y sus ocasionales compañeros corren entre aventuras siempre contrarreloj, pero uno se distrae mirando la calles, las casas, los esqueletos, la elegancia de los animales (sobre todo de los guías espirituales, bestias fantásticas hechas de colores brillantes que capturan el ojo en el acto). El drama del pasaje entre mundos queda opacado por la belleza del camino de hojas que oficia de puente. El carácter artesanal con el que Unkrich concibe la película se nota especialmente en el cuidado obsesivo puesto en el detalle de los dedos pisando las cuerdas, dibujando acordes sobre el diapasón, y de la otra mano que rasguea; pocas se vio semejante prodigio animado. El compromiso con el universo material de los personajes conmueve tanto o más que la historia. Sobre el final, en la escena más emotiva de la película, el director se arriesga y apuesta a una operación inversa: ya no se trata de sorprender con la profusión de formas y cromatismos, sino de devolverle el movimiento a un personaje vaciado de gestos, quieto (que en animación es lo mismo que estar muerto). El personaje emerge de su sopor y recupera de a poco la sonrisa, hincha los pómulos, muestra los dientes, las arrugas de la cara se aprietan y amontonan en señal de un cambio de estado. El milagro es menos narrativo que cinematográfico; la magia de devolverle el movimiento a los que lo perdieron.