Casi un gigolo

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Mira quién habla

La primera sensación que se tiene mientras estamos viendo el filme es que estamos frente a otra producción de Woody Allen.
Finalizada la proyección esa misma sensación persiste, pero una vez que comenzamos a desentrañarla podemos dar cuenta de pequeñas variaciones en relación a los textos del pequeño gran neoyorquino, que hacen que podamos distinguir cuanto hay de John Turturro, el director de “Casi un gigoló”, y cuanto de la influencia de Woody Allen, a saber.
Principalmente en los parlamentos de Allen se lo reconoce como su propio personaje, el que habla es él, indudablemente.
Desde otro enfoque se podría decir que los elementos del lenguaje cinematográfico que van conformando la producción tienen la misma lógica, principalmente lo que se desprende del diseño de sonido, haciendo foco en la banda de música, uno de los aspectos más cuidados y característicos de las realizaciones de Allen, pues el jazz no se hace esperar, suena empáticamente con las imágenes. Hay cierta cadencia rítmica respetada desde ambas, para luego transformar esa cadencia en información extra en la conformación de los personajes, algo que Allen no utiliza. Recordar que en muchas de sus películas, sobre todo de su etapa europea, la música comenzó a tener una función narrativa importante.
Turturro si bien no deja de lado esa función de la música, le da ese valor agregado, lo mismo sucede con la dirección de arte, la manera de iluminar las escenas, los tonos utilizados, la fotografía en general, hasta el diseño de posición de la cámara hacen referencia univoca a Allen, pero el detalle de los movimientos de los actores, el detenerse en las manos, en los rostros, dar tiempo a que la emoción embargue al personaje y al espectador es claramente del responsable mayor, en este caso también en la función de guionista.
El narración comienza con imágenes que parecen de archivo, filmadas en 8mm o a los sumo en 16mm, con una voz en off, que aparentemente será el narrador de la historia, para casi inmediatamente transformar las imágenes en 35mm y diegetizar la voz, poniéndole el cuerpo del personaje Murray Schwartz (Woody Allen), un septuagenario, dueño de una antigua librería de libros usados en proceso de cierre, que no nos estaba hablando a nosotros sino a su amigo Fioravante (John Turturro), un hombre de mediana edad, silencioso, cuyo oficio de florista quedo en desuso, ambos circulando por la nada agraciada situación de saberse un desocupado.
La propuesta que hará disparar la historia es que una bella mujer, su dermatóloga, le ha pedido a Murray un hombre joven con condiciones de conformar un “menage a trois”, no importa cuanto cueste “el servicio”. El elegido es Fioravante, y así planteado parecería ser que estamos en presencia de una comedia sexual de enredos.
A medida que se desarrollan las acciones, uno como Taxi Boy, el otro como proxeneta, y como nada es posible de ser controlado en un ciento por ciento, todo el texto varía hacia otras vicisitudes, pasando a ser, seguidamente, desde la mirada de un católico criado en el barrio, una muy buena radiografía de la vida de los religiosos judíos ortodoxos en Brooklin, pero tampoco se detiene ahí.
Contar algo más del cuento en particular sería casi pecaminoso, dicho esto sin hacer referencia al texto, pero lo que si se puede argüir es si la historia principal, esa que termina siendo la responsable de la progresión del relato, esta basado en hechos reales, ¿Qué pudo haber sucedido? Sin lugar a dudas que sí, al mismo tiempo que parece improbable que haya sucedido de esa manera por la características de los personajes, pero, como decía el famoso psicoanalista, es real porque es producto de una fantasía.
(*) Una producción de 1989, dirigida por Amy Heckerling